Los Cines Ideal son de las pocas -llamémosles importantes- salas que todavía no habían pasado por esta etiqueta.
Un clásico histórico de los cines de Madrid (todavía recuerdo al genial crítico Alfonso Sánchez en alguna memorable crónica narrada con su peculiar voz desde las puertas de este cine) al que, no me preguntéis por qué, le tengo a la vez cariño y recelo.
Me encantan las vidrieras que coronan su fachada, su emplazamiento y el que sea también en V.O., pero no puedo desprenderme de una sensación de despersonalización en su interior, y tampoco es que me termine subyugando la selección de películas que ofrece aunque, lo reconozco, es un lugar común al que acabo volviendo.
Recuerdo muy bien la proyección de Punch Drunk Love, entre otras cosas porque fue no hace mucho, en el 2003, y porque desde entonces permanece fijada en mi retina.
La vi además el día de su estreno.
Había leído cosas, me habían llegado comentarios, leves apuntes deslavazados que acabaron anidando en mi espíritu, así que tenía ganas, muchas, de verla.
Y allí estaba yo en la cola (Ideal y cola, una unión bastante común) un viernes a primera sesión de las cuatro de la tarde.
Punch Drunk Love. Aquí se tradujo como "Embriagado de amor", y aunque mi inglés deje bastante que desear, el título vendría a significar algo así como "amor resacoso" (menudo título, ¿eh?) o "resaca de amor" que sí que se ajusta más a lo que en la pantalla se cuenta.
No fue difícil quedar fascinado por esta película. Absurda, inclasificable y sorprendente. Con una mezcla justa de existencialismo y estupidez, imposible de explicar, ni de planificar, ni de nada.
Excesiva y contenida a un tiempo: tan extraña como los personajes que la habitan, tan psicodélica como su música y sus títulos de crédito. Un martillazo intenso que nos golpea y nos hace añicos cual frágil cristal, como en la propia cinta.
Es raro salir del cine y que sea todavía de día. Ya metidos en primavera, cuando vas a primera sesión no te queda otra, pero tu cuerpo no responde. Te vas perdiendo entre las calles, entre el bullicio de la gente -demasiada luz, demasiada vida allá afuera- y tardas en reincorporarte a ese mundo que te acoge sin saber.
La realidad.
Mucho más raro después de haber visto cómo se destroza un piano en plena calle, cómo tus miedos más profundos salen a flote, cómo se pueden comprar packs de puddings y salir indemne, como el amor vence -o no- como en la vida misma.
El mundo no es real aunque lo sean los pasos.
Yo no sé muy bien en qué estaba pensando Paul Thomas Anderson cuando se embarcó en este proyecto. Dicen que en la historia real de "El hombre pudding" pero yo creo que no era más que una excusa.
Y más conociendo su tendencia a hacer películas excesivas en todos los sentidos, que aunque esta lo sea, dura menos de hora y media y tiene si cabe mayor hondura y profundidad.
Qué alegría eso de ochenta y cinco minutos...
Es también una película de actores. Adam Sandler, quién lo diría, con Emily Watson, Philip Seymour Hoffman o Luis Guzmán. Están todos espléndidos en esta densa, oscura, a veces desasosegante a veces luminosa (¿comedia romántica?) historia de amor surrealista.
Una llamada telefónica, esa idea brillante no entendida, el peso de la familia, viajar por amor, aquella canción que se te mete tan dentro, un paseo entre las natillas de un supermercado, la soledad, sí, siempre tan presente.
Los Cines Ideal se pierden a medida que mis pasos se dirigen a la Puerta del Sol. La plaza Jacinto Benavente empieza a oscurecerse con el cambio de tono en el azul del cielo. Mis pasos, como tantas veces, se confunden con mis pensamientos y aunque sepa que voy andando, de algún modo una gran parte de mí se ha quedado en aquella butaca de aquel cine.
Y sí.
Allí sigue.