La vida en Vietnam pasa ineludiblemente por sus mercados.
Frutas, resfrescos de caña, especias, muebles, verduras, pescados, flores, telas, carnes, bebidas y demás, que conforman ese arcoiris de puestos que se abren al mundo.
Los olores que se mezclan con la tierra, los vendedores que se mezclan con los que miran, los que comen con los que compran, los que ríen con los que duermen.
Tiene algo esa vida en los mercados de vida a ras de suelo, de vivir agarrado a la tierra, y es curioso como tantas veces, al caminar entre ellos, al mirar y fotografiarlos, he tenido que bajar, he tenido que inclinarme.
Me arrodillaba para estar entre iguales, me encogía para mezclarme en el bullicio pegado al suelo.
La comida en Vietnam es más de medio viaje.
Y el mercado es su centro.
Variedad en sabores y color múltiple que dispara la imaginación del viajero ávido.
Miles de puestos de un Pho humeante y exquisito, los pescados vivos moviéndose apelotonados en inmensas palanganas, el bullicio de los vendedores que ríen al lado de los que duermen encogidos en una estrecha silla.
La carne directa colgada de un gancho.
El olor del cilantro que se mezcla con la lluvia que está a punto de caer violenta y libre.
No hay horario fijo en un mercado vietnamita.
Se compra, se come, se duerme, se vende y se charla indistintamente desde el alba hasta bien metida la noche.
A ras de suelo el verde se potencia hasta lo infinito.
Hay mercados en Vietnam que nos abren sus inexistentes puertas.
Quién sabe si entrar es perderse, o perderse es no haber estado nunca, o que nunca sea un imposible anclado en el tiempo.
Compro un puñado de lichis, me olvido de la cámara, y me los voy comiendo saciando una sed furtiva mientras me pierdo mirando sin urgencias los rincones más oscuros del mercado nuevo que se abre otra vez a mis andanzas.
Como para no disfrutarlo...