Los bomberos no son muy de correr y sí más de esperar a que las cosas les vengan por sí solas.
Mucho más de Mahomas que de montañas, dónde va a parar.
Pero a veces se calzan sus deportivas blancas y salen a la calle en busca del mar, de la lluvia en los ojos y del viento en el alma.
Esperan a media noche, la hora donde se ama y se olvida, y se dejan querer por las farolas, los perros y las sombras.
Aunque sin pasarse, claro.
Se sienten ridículos de chandal y sudor de piel roja cuando apenas llevan ciento treinta metros, pero recurren al canturreo y se concentran en contar las losetas partidas por el tiempo.
Y ahí que te siguen.
Respiran con dificultad bajo su carcasa de acero y tardan en encontrar el ritmo, intentando en vano que el paisaje que sale a su encuentro no acabe teniendo la estúpida manía del desenfoque.
Aunque no se desaniman fácilmente y en su batalla buscan algo más que el olor del musgo, buscan algo al que poder llamar derrota digna.
Cuando arriban a casa tanto se les mezcla el sudor con la euforia que no saludan ni a ese buzón que no abren ni al ascensor que les sube.
Ellos sabrán.
Tan ingenuos son que después de veintitrés minutos al trote piensan que le han ganado la batalla al tiempo y que ahora son veintidós minutos más jóvenes -ellos y sus cuentas-, aunque ya en casa, con el zumo y la bata, comprenderán que de haberse quedado habrían podido terminar de leer sin prisas el manual de la thermomix y hacerse de cena una confitura.
Antes de irse a dormir recuerdan la cantidad de cosas que se cruzaron en su carrera (novelas, amores, películas y vales descuento) y piensan en repetir sin que pasen cinco años.
Todo lo demás, mañana, serán recuerdos, ventolín, la lluvia que no cesa y las tan temidas agujetas.