Miles Davis se fue de gira antes de nacer, o así lo soñó Parker una noche de amapolas.
En realidad, el primer llanto del bebé de los Davis llegó a Alton un domingo de mayo de 1926, y dio tres giros en el aire antes de depositarse en manos del dentista.
Pero ya no hubo quien lo parase.
Era el Jazz, y era el humo, que se habían metido en su corazón.
Cuando apenas contaba catorce años de edad, se equivocó de autobús y llegó a Nueva York.
Clubes, peleas, sexo. Fue su primer trío.
Luego se unieron el bourbon y el amoniaco para recrear aquel quinteto que imaginó una noche de septiembre, y que tan bien dibujaría su vecino Fred en un cuaderno Moleskine.
Bebop, cool y hardbop. Ese fue su segundo trío.
Se colgó a una trompeta mientras pensaba en Serena, y aquel metal frío, duro y recio hizo de miel sus pulmones.
Miles Davis nunca vio amanecer.
Para él siempre era de noche: Tocaba de noche, reía de noche, moría un poco cada noche para renacer invariablemente a la noche siguiente, cuando no esa misma noche.
El ambiente cargado y las miradas esquivas, la cuerdas mojadas y los dientes blancos, cinturas acariciadas y sapos que engrandecen la vida.
Miles Davis lloraba cada noche por todos los poros de su cuerpo.
El sonido frenético, la rabia de acero, el agotamiento.
Fueron muchas noches y ninguna en balde.
Pasaron las décadas y su sombra se fue haciendo más grande que los vasos de licor que abandonaba al primer sorbo.
Se encontró tres veces consigo mismo: La primera en una estación de metro, acurrucado entre dos mantas, perro fiel lamiéndole las canas aun con su honestidad incólume y pertrecha. La segunda en una cafetería del Soho, bien rodeado aunque adulado de más, y en lo único que se pudo fijar fue en lo perfecto que llevaba planchados los pantalones aquel día. La tercera vez, más que verse se reconoció, y es que fue en aquel cuento de Cortázar que nunca estuvo escrito para él.
No conoció la vanidad, que viajaba siempre una clase por debajo.
-Ni falta que me importa- solía pensar estando sobrio.
Tampoco la buscó, porque su mirada sólo zigzagueaba traviesa entre pentagramas y cucharas.
Poco antes de morir viajó a Granada. Chaqueta de cuero roja, batería femenina. Tras tres horas de intensidad, al cielo levantó el puño cerrado que guardaba su instrumento.
No hizo falta ni aplaudir porque cualquier sonido estaba de más.
Dicen que siguió de gira tras morir, aunque para entonces Parker ya no podía soñarlo.
Nosotros recogemos ese guante de lirismo e introspección y lo lanzamos al agujero de esas noches repletas de sordina, esperando que un negro cuervo de avieso pico surja de las cenizas infectas de nuestro desvarío.
Cinco letras su nombre, cinco su apellido.
Miles Davis murió en Santa Mónica en 1991.
Y, cómo no, era de noche.