Nació como Emmanuel Rudzitsky y aquel nombre empezó por no gustarle a la edad de seis años, cuando jugando a "sota, caballo, rey" le partieron el labio derecho.
Man Ray decidirá llamarse Man Ray mientras espera paciente que le pongan la vacuna del Tétanos, por un lado porque las dos palabras tenían tres letras, por otro porque Emmanuel era nombre mas de chica y él, que era muy hombre, quería ponerse Man.
Nació como estadounidense pero en seguida quiso ser francés. Más o menos a los ocho años, menudo niño más tocapelotas.
Pide un billete de avión para cruzar el charco pero una nube de ceniza islandesa de principios de siglo hace que no pueda llegar a Francia hasta veinte años después.
Mientras tanto hará churros, comerá frijoles y guiñará el ojo a las niñas del tranvía.
Desde que vive en París, allá por el año 1925, gustará de tomar el café solo, leyendo un libro en las terrazas con adoquines.
La mitad del tiempo no lee nada y se empeña en mirar a la gente que pasea por la calle: los amantes, los viejecitos, los perros en celo.
Pagará todos sus cafelitos en francos, como marca la tradición, y deja unas monedillas -pocas, la verdad- sólo los días impares.
Man Ray inventará el surrealismo, lo desinventará diez minutos después, y sólo será esa misma noche, de marcha y absenta con Duchamp y Picabia, cuando decide volver a inventarlo y promete, palabrita del niño Jesús, no volver a desinventarlo nunca más.
Cumplió su palabra a pesar de la resaca.
Man Ray hará fotografías toda su vida. Pero las hará raras porque no sabía hacerlas bien. Le da igual. Las rayaba, les escupía, y a veces hasta las miraba con desprecio.
Y sus fotografías acabarán siempre por ponerse rancias.
Aún así se hizo famoso porque en la inauguración de sus exposiciones acostumbraba a meter en el bolsillo de las chaquetas de sus amigos sobrecillos de azúcar, y éstos se ponían a aplaudir a rabiar, vitoreando enloquecidos su nombre.
Los demás espectadores, un poco cohibidos, solían soltar unos chillidos indescriptibles a modo de acompañamiento incrédulo.
Y así se hizo popular entre los críticos de arte, las mezzosopranos y las prostitutas.
"La búsqueda de la libertad y el placer, eso ocupa todo mi arte". Dirá de vuelta a los EEUU huyendo de los nazis y de aquellos peinados imposibles.
Dedicará gran parte de su talento y de su esfuerzo -dejando incluso algunos días de cenar- a la construcción de un metrónomo.
En realidad el metrónomo ya estaba hecho, él dedicará todo ese esfuerzo en pegarle un ojo en la aguja.
Años y años más tarde de encerrarse a diario con unas tijeras, el metrónomo y algunas fotografías, lo conseguirá: Había superado al urinario de Duchamp, y era la hora de darse una buena ducha.
Justo antes de morir cerrará los ojos -hombre educado donde los haya- y se dirá "Emmanuel, Emmanuel, todavía te duele el labio".
Descansa en el cementerio del monte Parnaso, hasta que se desinvente a sí mismo, que conociéndolo no tardará mucho.
Te esperamos, Man...