Hay elementos mágicos, bellos y plásticamente atractivos. Uno de mis preferidos: la bicicleta.
Estuvimos el otro día en una pedalada por la creación de un carril bici en la ciudad, y aproveché para sacar la cámara y hacer algunas instantáneas.
De repente me detuve en la belleza de los radios, en el enjambre de hierros y en los cruces de líneas que se sucedía ante mi vista.
Las cadenas, los alambres, los chasis, los platos.
Un baile de expansión sutil y fuerte a un tiempo.
Me dejé llevar y me sumergí en las extrañas formas simétricas y caleidoscópicas que emanaban del encuentro.
Hay en la bicicleta algo verdaderamente especial. Y no es sólo lo ecológico o lo sostenible.
Hay en su forma única e imperecedera un atractivo inusual. Un diseño eterno, suave y contundente, entre el aluminio y la goma.
Nos permite desplazarnos entre las rectas y las curvas. Nos permite mover las piernas, mover el corazón y mover los ojos en un paseo controlado por nuestros propios impulsos.
La bicicleta es símbolo de modernidad y tradición, y recoge lo mejor de cada casa.
Símbolo es también de madurez, para los que empezamos a montarlas con las tres ruedas atrás, y cómo el hecho de quitar las dos pequeñas se convertía en todo un hito.
La bicicleta pertenece al reino de lo pequeño, de lo sencillo. La bicicleta es playa y atardecer, infancia y encuentro.