jueves, 20 de mayo de 2010

El Gigante de Hierro (Cines Acteon)


Cuando una película tiene toda la fuerza para sumergirte y transportarte al mundo de tu infancia poco o nada importa el lugar donde la hayas visto.
Poco importa el cine donde la estén proyectado, pues ese otro sitio en el que te encuentras, ese otro lugar al que la película te ha conseguido llevar tiene el aroma de lo conocido, los olores de tu niñez, el mágico mundo de la sorpresa infinita.

Algo así me sucedió con "EL Gigante de Hierro", que vi en los cines Acteon de Madrid en la antesala de la navidad de 1999.
Fue ese día, fue ese momento, pero la sensación que experimenté en el interior de aquella sala a oscuras fue la de sentirme niño de nuevo.
Si tengo que ser sincero, se mezclaron en mí esa sensación de tener diez años con las ganas de tener diez años, para así poder disfrutar de la película con la total plenitud que la hubiese disfrutado entonces.
Algo mágico y algo de imposibilidad se mezclaron en aquella proyección.

Pocas de las reglas clásicas de mis idas al cine se cumplieron entonces.
Por aquel entonces yo vivía en Madrid y trabajaba y daba clases de animación, por lo que organizamos una sesión con unos cuantos alumnos de la academia, cuando lo normal para mí era ir solo a las proyecciones.
Elegimos el Acteon por la cercanía, y porque todavía no se había instaurado la sana costumbre de estrenar las cintas de animación también en los circuitos de versión original, con lo que tuvimos que verla doblada.

Pero nada de eso importó.
La película arranca con un barco en mitad de la tormenta, con la épica de las luces y las sombras, con el asombro de lo desconocido, con el misterio.
Amanece y vemos un pequeño pueblo costero, con toda la normalidad y cotidianidad de unos habitantes para los que ya nada será de la misma forma. 
Y ni el doblaje ni unos cines impersonales importaron.
La fuerza de la amistad, el descubrimiento y el asombro, la complicidad, una maravillosa mezcla de géneros que incluye comedia, drama, cine bélico, ciencia ficción o aventuras.
Me sentía fascinado por la inmensidad del gigante. Una de las cosas que más me llamó la atención era la perfección a la hora de transmitir el tamaño descomunal del personaje, y como inevitablemente nos conmueve e intimida a un tiempo.

Pero poder volver a ser y sentirte niño a través del personaje de Hogarth Hughes es sin duda de los mayores logros de la historia. 
Tener el más grande -nunca mejor dicho- de los juguetes, poseer un secreto imposible solo para ti, vivir la aventura con naturalidad, con placer o dolor en función de los acontecimientos, poder volar, poder moverte a velocidades de vértigo agarrado al dedo índice del robot de hierro...
Ser un niño durante hora y media de película sin que nadie te trate como un estúpido, sin que nadie te cante en mitad de una conversación, sin necesidad de secundarios chistosos o animales que te hablan sin venir a cuento.
Una historia en la que puedes involucrarte de verdad sin dejar de ser tú.

Bastante de eso hay que agradecerle a Brad Bird, responsable de esas otras dos maravillas de la animación como son "Los Increíbles" o "Ratatouille".
Pocos son los directores que tienen carta blanca dentro de tu corazón, a los que depositas una fe ciega en lo próximo que puedan hacer (en un mundo como el cinematográfico tan dado a las decepciones) y para mí Brad Bird es uno de ellos.
Y debe ser porque el aroma de "El Gigante de Hierro" todavía retumba en mis sentidos.

La Guerra Fría, el espacio exterior, la ineptitud de los militares, el sacrifico extremo, las risas y los llantos. Todo se mezcla en esta pequeña maravilla que tan poco triunfó en las salas y tanto en nuestros corazones.

Conseguir que te sientas niño, conseguir que quieras volver a serlo.
Y volar hasta el infinito, como Superman.