No puedo evitarlo.
A medida que pasa el tiempo y hay determinadas cosas que se establecen porque sí, tengo que darle una vuelta a todo, culillo soy de mal asiento.
Así, sentía que me había ido acomodado con este blog (fotos los lunes, coche a vapor los miércoles, los domingos con la tira, las 365 razones...) y aunque todo eso lleve su tiempo y su esfuerzo, me acaba -a mí, claro, al que hace esto- resultando muy monótono.
Por eso vamos a darle algo de vida, y en este par de semanitas iréis viendo aparecer por aquí nuevas secciones, nuevos retos, nuevas idas de cabeza, como corresponde.
Hoy empiezo con esta etiqueta, "fotografías con historia".
Hay ocasiones en que una fotografía es más que una fotografía. Hay ocasiones -de acuerdo, bastantes- en que una fotografía es más de lo que formalmente muestra, y esconde -guarda- una historia en su interior.
Puede que técnicamente no sean las mejores, pero encierran en su formato las historias de los personajes capturados, de lo que ocurría antes y de lo que ocurrió después, de mucho más tiempo que el tiempo detenido.
Y el fotógrafo, encargado sin duda de apretar el disparador, también se convierte en paciente observador de todo el devenir de la historia.
Así que la muestra.
Así que la cuenta...
Sólo recuerdo que se llamaba Amadou, o eso me dijeron.
El guía que me acompañaba ese día comentó que era de la etnia Bozo aunque, no sé por qué, no terminé de creerle.
Lo vi a lo lejos cargando con todos sus cachivaches en pleno agosto, seguido de su joven ayudante que, liviano, solo llevaba un enorme paraguas, mientras que el viejo fotógrafo, con su túnica malva, transportaba el trípode de madera por las polvorientas calles del corazón del Níger.
Me paré y lo observé en la distancia.
El guía me miraba extrañado, pues la intención primera era embarcar en una pinaza para navegar por la Venecia negra.
Pero yo quería ver al fotógrafo.
Observé cómo cada poco plantaba el trípode en el suelo y se dirigía a los transeúntes, a los tenderos, a los niños.
Decidí irme acercando poco a poco. La curiosidad me pudo, si es que no fue la afinidad, el sentimiento de proximidad o esa absurda sensación de camaradería, de estar extrañamente conectados cuando a mí lo que me colgaba era una Canon, vaya hipocresía.
Cuando llegué a su lado ya había conseguido un cliente.
"Es el fotógrafo de Mopti", me dijo mi guía, pero yo, en aquellos apenas treinta pasos había viajado más de cien años atrás en el tiempo, y estaba delante de los primeros magos que iban por los pueblos capturando el alma de sus incrédulos habitantes.
Y yo miraba el ritual absorto y emocionado.
Un artilugio arcaico e imposible que escondía en su interior todos los secretos.
Veía al joven del paraguas que aplacaba el durísimo sol de las mañanas de Malí y señalaba al retratado dónde debía mirar.
Veía la seriedad del cliente con el miedo reflejado en su mirada. Era el alma desarmada de quien se enfrenta a lo desconocido a la vez que quiere dejar toda su dignidad en una pose que sabe se volverá eterna.
Una liturgia repetida durante más de un siglo.
Esa cámara fue de su padre -dije para mí- mientras decidí alzar mi impostura digital para fotografiar al fotógrafo.
Noté que me miraba de reojo, aún concentrado en su trabajo de retratista del pueblo de Mopti.
Quise hablar con él pero había una pareja esperando el próximo disparo. Quería una conversación imposible y preguntarle todo, que me retratase, que me contase todo, pero la pinaza esperaba y había que volver.
Aunque yo sabía que estaba viajando por África, allí donde el tiempo no existe.
Pero era demasiado lo que nos separaba, pensaba yo entonces, a este viejo sabio de la túnica malva y a mí, que ni sé francés, que ni sé Bambara, que miro el reloj sin saber por qué y que hago fotografías sin pedir permiso.
"Es el fotógrafo de Mopti", me había dicho el guía.
Y a mí, sonrío ahora que lo pienso, no me cabía la más mínima duda: Era el fotógrafo de Mopti...