lunes, 18 de marzo de 2013

Instagram o no























Mi relación con la tecnología siempre fue -y sigue siendo- cuando menos, curiosa.
Mirándola al principio con una mezcla de apatía y recelo, acabo siempre zambulléndome en ella con frenesí y descaro a partes iguales.

Viviendo como he vivido una época de grandes cambios tecnológicos, puedo afirmar que me pasó con Internet, con los móviles, y hasta con este blog (paradigma de tantas cosas) que empecé tres o cuatro años después del boom de los mismos para acabar volcado con un ansia difícilmente explicable.

Y claro, con Instagram no podía ser menos.

El caso es que instalé la ya famosa aplicación el primer día de tener mi iPhone. Fue, de hecho, la primera aplicación que me bajé, pero no empecé a usarla hasta pasados un año y medio, concretamente este verano en Japón.
Así funciono yo: un año y medio después.
Y entonces fue ya un no parar. Entonces me volví loco.

Aunque luego se me pasó (yo soy fotógrafo un mes al año, otra de mis cosas raras) durante aquellos veintitantos días disfruté con toda y cada una de sus posibilidades.

Y es verdad que, por encima de todo, acaba siendo una aplicación que nos enfrenta a muchas y variadas preguntas, que -como tanto ha ocurrido a lo largo de la historia de la fotografía- hace que ésta, una vez más, se pregunte por su esencia, por su significado, por su sentido, por el papel del fotógrafo y de la máquina, por el control del proceso y mil cuestiones más.

A mí lo que me fascinó, al menos de primeras, es sentir que estaba frente a una nueva revolución.
Ya no era la popularización que supuso el "you press the button, we do the rest" que preconizaba George Eastman a finales del diecinueve.
Ya no es que cualquiera pueda hacer una foto.
Ahora es que cualquiera puede hacer una foto buena.
O, dicho de una manera todavía más hiriente: ahora cualquiera puede convertir una foto mediocre en una buena foto.

¿Esto que acabo de escribir es discutible? Por supuesto. Pero, de ser cierto: ¿sería malo?
La respuesta, al menos para mí, es un no. Rotundamente no.

Cualquiera que me conozca sabe que soy un defensor a ultranza de la popularización del arte, que en esto soy inflexible y muy mayor para cambiar.
En este sentido, Instagram supone un nuevo paso, y nada desdeñable.
También cabría preguntarse: si todo el mundo puede hacer una buena foto, ¿eso le resta valor?
Y mi respuesta seguiría siendo que en absoluto.

Por supuesto que considero lícito que haya quien piense que una foto tomada con el móvil no mejora tras su paso por Instagram, pero yo no lo veo así.
Por supuesto que entiendo a quien ni se plantee su utilización pensando en la reproducción, en la calidad que podrían llegar a tener como copia en papel, pero ese es otro debate.
Instagram, no lo olvidemos, es una red social, y las fotografías que se generan con ellas se consumen en un entorno digital.
Por supuesto que no solo entiendo sino que comparto la opinión de los que piensen que el valor de la fotografía está en otro lado, en ese terreno inasible de la transmisión de sensaciones, pero vuelvo a repetir que yo solo hablo de mejorar lo hecho, de mejorarlo y mucho, de que una maldita máquina, con dos o tres indicaciones por nuestra parte, mejore exponencialmente lo que acabamos de hacer y encima nos permita mostrárselo a todo el mundo.
No sólo nos hace mejores fotógrafos: nos hace mejores fotógrafos a los ojos de otros mejores fotógrafos.
Terrible y fantástico a un tiempo.

No es tiempo de extenderse más, aunque el tema lo de.
Quizá otro día.
Ahora solo que queda mirar una tras otra esa pequeña selección de instantáneas recogidas entonces (que a mis ojos tan bien cuentan aquel viaje).
Y sí, qué pasa: Al verlas me siento, dejadme, mejor fotógrafo.