Unidas por el año 1923. Abrazadas en la muerte.
Diane y María nacieron el mismo año en un Nueva York lluvioso que reflejaba pájaros púrpuras en sus esquinas con musgo.
Diane y María miraron a sus madres con el miedo en el iris, con ese respeto e incomprensión que la rabia, la enfermedad o el dolor promulgaban desde la catarsis.
Diane y María murieron ingiriendo cápsulas de liberación y culpa, dejando tras de sí un laberinto plagado de hilos confusos y habas retorcidas.
María Callas sublimó la tristeza de un tono, expandida a través de sus ojos, mientras que Diane Arbus fotografió, mirando hacia dentro, el mundo marginal que se reflejaba en los adoquines.
Nunca se conocieron pero eran la misma persona.
María Arbus, Diane Callas.
De la mano por el tenebroso mundo del arte con mayúsculas, melancolías de humo y whisky en un mundo masculino, soberbio y sin alma.
María y Diane, Arbus y Callas, se pasearon de la mano por los barrios, los teatros, los clubs y las azoteas de pesadilla y grasa.
Musitaron palabras no dichas entre sus dientes, se entregaron a un amor que las devoró por dentro.
Eran la misma persona.
Diane María, Callas Arbus.
Cuando se miraban en un escaparate su reflejo permanecía, eterno y desvalido, esperando los pasos de la otra, el reverso de un reflejo etéreo, para juntarse en un cristal y no despertar ni en los jamases.
Se buscaron sin encontrarse, que si en la Ópera de Milán, que si en una chabola en el Bronx.
Había champán en los cruceros, absenta en las tabernas.
Pero nada.
Una canción desgarrada, tres enanos y una puta.
No hubo forma.
María Callas y Diane Arbus fueron la misma mujer y ellas sin saberlo nunca.
Cuando Diane se suicidó en 1971 la voz y el corazón de María se diluyeron en el mar Egeo. Apenas si aguantó seis años más.
Hay una foto de su voz, en un cajón de palacio.