domingo, 7 de octubre de 2012

Kate Moss (4 y 4) y Joan Miró (4 y 4)


Joan Miró soñó con Kate Moss en 1964, diez años antes de que esta naciera.
Fue un sueño lleno de curvas y estrellas, con colores mates que cruzaban el cielo de Palma de Mallorca con los aires inquebrantables de una vasija ausente.
El sueño se hizo tan grande que de él derivaría el nacimiento de Kate en Londres y, un año más tarde, triste y vacío por dentro, un insomne Joan Miró dejaba que sus energías parieran la Fundación Joan Miró para, agotado, irse a la cama por cuarenta tres días seguidos.

Kate Moss nunca supo que nació del sueño de un pintor.
Por mucho que su historia cuente que la descubrieron en el aeropuerto de Nueva York, el azul cadmio habitaba inevitable entre las rendijas de sus pestañas, las espirales negras decoraban los rincones de su infinita espalda y los símbolos arcaicos se encaramaban al pentagrama invisible en el que su madre tendía la ropa lavada el fin de semana.

Joan Miró nunca supo que su sueño se hizo carne.
Por mucho que rozó su cuerpo avejentado con los aires británicos cerca de aquella niña, por mucho que en incontables viajes las casualidades los arrojaron a no más de cuatrocientos metros el uno del otro, Joan y Kate nunca pudieron mirarse a los ojos.

Él viajó aún más en el interior del niño que nunca abandonó, y ella crecía más rápido para encontrarse cara a cara con la muerte.
Ninguno pensó ser el Benjamin Button de Scott Fitzgerald pero aunaron estoicamente sus desencuentros en el marco imposible de un reloj de arena que flota en esa nave espacial sin control ni argumentos camino de la perdición.

En 1983 Joan Miró termina su escultura "Mujer y pájaro". A una Kate Moss feliz en su ignorancia todavía le quedan cinco años de anonimato y tartas de manzana. Joan se va a dormir feliz de no haber usado nunca un edredón nórdico. Recoge despacio sus dos mantas para arropar el que habría de ser su último sueño. En él, una niña de diez años mira en espejo el reflejo de su padre difuminado.

A la mañana siguiente, Pilar supo que no debía tocar aquellas mantas, pues en el espejo hecho añicos que provenía de un mundo imposible, esparcido por encima de su marido muerto, yacía orgullosa la mala suerte.