Los monumentos te deslumbran, los paisajes te maravillan.
Nadie lo duda.
Los museos, las catedrales, los montes, el mar, las mezquitas. Estatuas, panteones, mercados o pinturas.
Un viaje está lleno de lugares por visitar, de sitios de interés, esos que las guías subrayan en negrita y llenan las papelerías y las tiendas de souvenirs con sus postales.
Y hay que verlos.
Hay que dejarse seducir por su belleza, por su impronta.
Nadie lo duda.
Pero la calle es otra cosa.
En la calle lo que encuentras es otra cosa.
La calle está llena de ruido, de gente, de caras.
La calle está llena de vida, de discusiones, de ventas, de intercambios, de cruces, de saludos, de miradas, de encuentros.
Una calle no suele venir en la guía pero resulta igual de imprescindible.
Con sus olores, su energía. Con el ritmo lento de la noche, frenético en la salida del trabajo.
Con sus terrazas, sus cafetines, sus paradas de autobús.
Hay mil recovecos en la esquina de una calle.
A veces sólo hay que mirar.