Paul Klee nació en Túnez y sus padres lo llamaron Ammad Mahdaoui.
Lo que son las cosas.
Ellos, pastores humildes, nunca habían estado en Suiza, y sin pensarlo demasiado decidieron mandar en un autobús a su hijo a Münchenbuchsee con un poco de queso de cabra, tres camisas limpias y una libretita azul con un juego de lápices Alpino.
El amigo Paul nunca olvidaría los colores de tierra, arena y sueño de su país natal, y en aquel viaje infernal de calor y hambre ya dibujó las montañas, los cuadrados y los peces más bonitos del mundo.
Todo el mundo se dio cuenta, nada más llegar a Suiza, que era mejor cambiarle el nombre y mandarlo a Munich a estudiar dibujo y pintura. Eligieron Paul Klee porque nombre y apellido tenían cuatro letras y los alemanes son así.
Fue un joven solitario y simpático. Feliz cuando por la noche, antes de acostarse, imaginaba el hombre del futuro, un ángel pobre o la máquina de los gorjeos.
Se saludaba a sí mismo, y se dormía.
En aquellos años aprende de mucha gente, asiste a charlas, monta movimientos y comparte su aprendizaje con alumnos y amigos en la famosísima Bauhaus.
Apenas si probaba el alcohol y paseaba risueño por los pasillos, pensando siempre en sus cosas.
Una tarde de abril descubre entre varias camisas el cuaderno que le acompañó en aquel primigenio viaje en autobús de Túnez a Suiza (en ese momento lo piensa y no está seguro de si lo soñó o fue real), y maravillado por los dibujos que allí había decide que a partir de entonces dedicará todo su esfuerzo, toda su energía, y las horas maltrechas de su insomnio a conseguir pintar como aquel niño.
En aquel intento viaja por Italia, Egipto e incluso vuelve a Túnez, donde se reencuentra con el color que sus ojos de niño vieron al nacer.
Lo saluda "-Aquí Paul Klee, enchantée-" y van de la mano en las cornisas de las casas de adobe, en las dunas desmoronadas y en los dorados atardeceres a los pies de las mezquitas.
En aquel intento por pintar como un niño llama a Joan Miró (porque le gusta su pintura, porque también tenía nombre y apellidos de cuatro letras) pero al no hablar catalán apenas si consigue intercambiar cuatro piropos en francés. Eso sí, quedaron en nacer al revés, o al menos en intentarlo.
Paul Klee odia las guerras con toda su alma y, sabiéndose degenerado, pinta y dibuja sin descanso en busca de un remanso de paz que nunca terminaría de encontrar pese a sus ojos tristes y profundos.
La esclerosis le llegó para acompañarle los últimos años de su vida, y aún así no le hizo renunciar a nada, bajo la acogedora sombra de los pequeños abetos.
En 1940 decide coger un autobús de vuelta a sus raíces, con una botella de agua fría, una manta de cuadritos y un nuevo cuaderno con lápices Alpino.
Cuando llegó a Túnez supo con certeza que todos y cada uno de aquellos dibujos hechos durante el viaje habían sido hechos por un niño, por el niño que nunca se fue.
Y cerró el cuaderno, y durmió para siempre...