Siempre me ha sorprendido la facilidad con la que un marino experto como yo ha confundido en las noches de alta mar, navegando con los grandes pesqueros japoneses, a las ballenas con islas desiertas.
Y es que ni veinte años embarcado en mercantes le da a uno la posesión de la verdad.
Es por eso que a un personaje como el coche a vapor hay que perdonárselo todo.
Que se gane la vida anunciando carteles que no llevan nada, que acabe quemado y obtuso de su experiencia como coche-bala, que se deje agredir por un muro volador disgregado que poco o nada pinta en su vida, o que trate de imitar a las ballenas haciendo que su chimenea parezca una fuente más bien pobre.
Un experto marinero como yo -que a estas alturas debería estar pescando atunes en el Índico- sabe muy bien que al coche a vapor, ese ser que de vez en cuando se cruza en su camino flotando ingenuo sobre los océanos, sabe que a ese bicho sin norte hay que perdonárselo todo.
Y se le perdona, palabra de marino.