Si tuviera que enumerar, y mira que cuesta, alguna virtud propia, creo que una de ellas sería mi capacidad de abstracción.
Muchos me dicen que soy disperso, y no les falta razón.
El otro día estaba pensando en una berenjena mohosa decorada con diamantes pulidos en manos de una niña de diez años. Me había parado en la calle a ver el cartel de una película y simplemente vino a mí esa imagen. Una imagen que en mitad toda la gente se me presentaba muy nítida, muy vívida. ¿Por qué pensé en aquello? Quien lo sabe. Pero es ese vivir tu mundo imaginando otros lo que llena mis días.
Y pese a que no necesite demasiado, reconozco que un museo es, de todos los lugares de la Tierra, el que más me predispone a la abstracción, al viaje interior, a la dispersión más extrema.
Siento, en un centro de arte, en una sala de exposiciones o en un museo, el poder evocador de las piezas mostradas ensalzado siempre por el espacio que las acoge.
Es un viaje fantástico, y yo me dejo llevar.
En pocos lugares he disfrutado más, que yo recuerde, que en un museo. En una sala de cine también, pero de una manera más directa, más pasiva, más desde fuera.
En pocos espacios como en una sala de exposiciones se me han ocurrido más ideas, más proyectos, más locuras que llevar a cabo nada más llegar de nuevo a casa. Ideas que flotan y no se van nunca. Ideas densas que te queman y te comen.
En un museo me convierto yo en el protagonista y todo lo demás (paredes, obras, reflejos, espacio, visiones) son una gran excusa.
No digo que no interfiera la calidad del artista o la obra mostrada, porque influye, pero independientemente de ella, el estado (consciente/inconsciente) que te genera siempre es satisfactorio.
Hace apenas una semana estuve en Serralves, el Museo de Arte Contemporáneo de Oporto, y volví a sentir como nunca esa introspección que me inundaba.
El silencio de la sala, los reflejos mates de las obras, la lluvia en los jardines exteriores, la amplitud de los espacios, todo me proyectó de nuevo hacia mí mismo.
El arte como un reflejo.
Y de repente me di cuenta que en una sala inmensa solo estábamos las dos vigilantes, una fila de cuadros, y yo. Y vi que me observaban a través de la obra, igual que yo las observaba a ellas. Eran aquellos cristales, aquellos reflejos los que nos unían en aquel espacio y nos transportaba lejos, muy lejos.
Yo imaginé mi reflejo distorsionado en sus ojos de cristal, y deseé como nunca he deseado nada acabar mis días de vigilante en un museo, fundiéndome siempre con visitantes, cuadros y espacio.
Burlé al momento un instante, haciendo creer a las vigilantes que fotografiaba la obra, para incluirlas dentro de la misma y a mis ojos con ellas.
Y así viajamos juntos, en una sola imagen, que fue al mismo tiempo reflejo y proyección de nuestro fútil pero hondo encuentro.