Los bomberos usan indistintamente las palabras atardecer y crepúsculo cuando miran cómo la tierra se traga al sol en dos bocados y la noche negra se expande a sus anchas por el salón de su casa.
Y nunca se acuerdan de llorar, algo bueno que les trae el despiste.
Con la llegada del poniente los bomberos se tornan tristes y se ponen a hablar para adentro.
Durante veinte minutos no se reflejan en los espejos y el silencio en los pasillos se torna insoportable.
Juegan al escondite con ellos mismos y pierden la mitad de las veces ya que les da por mirar donde no deben y nunca se encuentran.
La noche negra se expande y todo les da pereza.
Todo.
Los bomberos recuerdan, con cierto aire de nostalgia y algo de apatía, las veces en que un fuego amarillo y gigante venía a salvarlos del desamparo, y cómo le gritaban "por mí y por todos mis compañeros" en vez de cargar la manguera, que para eso se le paga mensualmente desde la consejería.
Y claro que nunca se olvidaron, antes de irse a dormir, de mirar los rescoldos y las brasas, que a modo de guiño siempre tardaban en irse para que ellos, tan frágiles, no se quedaran nunca solos...