miércoles, 13 de mayo de 2009

El destino cruel



El destino cruel, ay el destino cruel...

El destino cruel tiene nombre de mal augurio.
Al destino cruel no lo vemos venir y tiene tras de sí ese aire inevitable, sigiloso y oscuro que lo hace denso, plomizo y de color gris marengo, mecachis.
Su ánimo es quebradizo y cristalino, y lleva varios días con un insoportable dolor de cabeza. No sé a vosotros, pero a mí me preocupa.

Aunque aquí nada es lo que parece.
El destino cruel no es la maceta que cae, como indicaría el dibujo. No es sólo la maceta que cae. El destino cruel es el aire que deja silbando, la velocidad indómita y acelerada, lo que sabemos que va a ocurrir y no queremos. 
El destino cruel es esa materia informe.
El destino cruel no es exactamente  la maceta que cae: es todo lo que trae después, todo lo que conlleva.
¿Una maceta que cae lleva consigo tener que chocar con una cabeza? ¿Una maceta que cae es sinónimo de muerte acaso, de daño o de estropicio?
Pues no.
O no exactamente, mejor dicho.
Una maceta que cae sólo nos dice que está cayendo. Que está cayendo inexorablemente.
Es por tanto testigo de la ley de la gravedad pero no culpable ni causante de lo que ocurrirá en un futuro.
La injusticia es la injusticia, pero ahí está.
Ese es el destino cruel: lo que todos sabemos y preferimos obviar.
El destino cruel es ampliamente rechazado por la mayoría de la sociedad y yo por eso la acuno esta mañana en su caída libre, triste y solitaria.

Nadie culparía a la maceta ni a las razones por las que cae desaforadamente hacia su destino. Todos culpan al destino, a la suma de casualidades. Nadie se pone a pensar que en una casualidad y otra casualidad suman dos casualidades y no un destino cruel, pero ahí está, ya ha aparecido: el destino cruel está entre nosotros y parece que ya no habrá nadie que nos libre de su impacto.
Ni siquiera el destino por un lado o la crueldad por otro se acercan a lo que de él se desprende. Al destino cruel ni siquiera se le odia sino que se le desprecia, y se van mezclando en su ánimo sensaciones de dejadez, conformidad y aceptación.
Acaba siendo, al final de todo, blanco de todas las culpas. Y qué culpa tendrá él.
Nadie piensa en el ceramista o el tendero, en lo que tardó el peatón en cerrar la puerta de su coche o cómo se agachó a recoger aquellos papeles, nadie piensa en el rozamiento del aire, en que lleve ocho días sin llover y que había que regar, o en las atmósferas de presión.
¡Dios, cómo odio las atmósferas de presión!
Así que como siempre recurrimos a lo más fácil. Al destino cruel. A echar mano de lo que tenemos más cerca, diantres.

Y ahí lo vemos, informe y desastre como es, en su dejadez más absoluta: se deja crecer la barba y silba como intentando avisar de que lo que va a suceder ¡no es su culpa! Echa un reojo al cielo buscando una nube o una respuesta, y se vuelve loco en un instante, ese instante ínfimo y eterno al mismo tiempo.
Se piensa derrotado, se siente impotente.
No hay espejo para su amargura en la fracción inminente al desastre. Se deja llevar, sí, y cómo le da rabia tener que hacerlo.
Así es. Ay...
Destino cruel el del destino cruel. Un destino el suyo que casi casi hace que acabe odiándose a sí mismo.

No lo permitáis...