domingo, 17 de mayo de 2009

Adiós muchachos (Cine Aliatar)



Si en la última entrada de esta etiqueta hablaba de cómo el Cine Linamar se convirtió en el germen de la adoración, pasión y entrega que tuve por el cine en los años de mi niñez, los cinco años de universidad en Granada fueron inequívocamente los que aposentaron y enraizaron ese sentimiento, hasta hacerlo formar parte de mí de tal manera que ya no se fue nunca.
Sin ser demasiados los cines de Granada en aquella época (finales de los ochenta) se solía encontrar una programación bastante decente, complementada convenientemente, eso sí, con las proyecciones del cine club universitario, del que ya hablé en estas páginas.
 
Muchos son los títulos que por los distintos cines de la ciudad fui recopilando en aquellos años y que aún hoy permanecen en la memoria de mi retina: "Down by law", "Stop making sense", "Hanna y sus hermanas", "Blue velvet" o "Jó que noche" son títulos de algunas películas de las que tuve oportunidad de asistir a su estreno en salas comerciales, y que ahora vienen a mis recuerdos.
Quizá algún día os hable de ellas.
Recuerdo igualmente como me he sentido siempre impresionado por el Aliatar, un cine que no existe ya como tal. 
Lo rotundo de su arquitectura, su privilegiada situación en pleno centro de la ciudad y la majestuosidad que decoraba todos sus rincones hacían que te plantases frente a ese cine con un cierto aire de sobrecogimiento.

Allí vi "Adiós muchachos" un día entre semana, en esa mágica sesión de media tarde (la que se da sobre las seis) donde entras al cine de día y cuando sales de él -sobre todo en invierno- es ya noche cerrada. 
Para mí esa es una sensación única y maravillosa, como si entraras en un cine y al salir ya nada fuese igual (¡como si!), como si todo el mundo hubiese cambiado en esas dos horas, como si tu concepción del mundo, los paisajes, el tiempo o los habitantes de la ciudad ya no fuesen los mismos.
La salida de un cine, después de haber disfrutado de una buena película, es siempre un shock. Aturdido, despistado y confuso, intentas adaptarte de nuevo a la realidad de un mundo en tres dimensiones, intentas acomodarte al espacio amplio ante tus pies y a una ciudad que ya no es, que ya no puede ser, la misma.
Así que cómo no sentirse así y más tras la visión de una película como "Adiós muchachos".

Rodada por Louis Malle en 1987 yo creo que llegó a las pantallas granaínas en el invierno del 88.
Pocas veces he tenido la sensación de estar viendo una obra maestra en el momento de su estreno y aquí ocurrió.
Una obra con una carga autobiográfica fortísima que no se deja llevar por los caminos fáciles del dogmatismo o la sensiblería. 
Se convertía ante mis ojos en el espejo fiel de la transición de una niñez a una adolescencia que no era la mía, pero que se entroncaba misteriosamente con mi descubrimiento del amor, de la amistad, con mis miedos y mis miserias.
Una película emotiva y sencilla, honesta hasta la médula, con el ritmo tranquilo de las obras destinadas a permanecer dentro de tu corazón. 
Una profesora de piano, la proyección de un corto de Charlot, el sumergirte en una bañera de sensaciones, la primera calada a un cigarro, los maestros, los compañeros y los cuchicheos, la primera independencia, el tacto húmedo del musgo verde... 
El invierno estaba fuera del cine pero también dentro de la pantalla. Ese aire frío y detenido cuando los protagonistas se perdían en el bosque se transmitía sobrecogedoramente.
Una pantalla inmensa, un techo altísimo y todo el ambiente denso y fatalista flotando al alcance de los dedos.
Imposible olvidar las miradas esquivas, los enfrentamientos severos, la rebeldía incipiente y esas dos palabras, lentas, rotundas y sentidas que dan título al film. Esas mismas dos palabras que cierran la película con un tono y una emoción tal que consiguieron que aquel invierno, al igual que en las múltiples revisiones que de ella he hecho con posterioridad, que consiguieron, digo, que mis ojos, cómo no, se llenaran de unas inevitables lágrimas.