El bombero cartel de "no hay murciélagos" se posa levemente sobre las rocas húmedas y enmohecidas a la entrada de una cueva.
Sabe que allí no hay murciélagos, claro. Esa es su misión. Simplemente la de informar. Pero a nadie le gusta saber que en una cueva no hay murciélagos. Una cueva sin murciélagos no es una cueva, que se lo digan si no a Batman.
Que no.
Que una tarta de manzana sin manzana no es una tarta de manzana, pardiez.
Al bombero cartel de no hay murciélagos (un dibujante le trazó los peldaños de una escalera, ni siquiera él sabe muy bien por qué) le gustaría vivir en las guarderías, en los hospitales o a la vera del mar. ¡Allí no hay murciélagos!, ¡allí sería útil y feliz!
Pero no.
Lo ponen a la entrada de una cueva y no le dejan ni entrar ni animar precisamente a los posibles visitantes a que pasen, vaya chasco.
Imaginad que os mirasen y sintieses toda la desilusión y el desencanto de quien te observa. ¿Cómo os sentiríais?
Además el bombero cartel no ha podido nunca ver una cueva por dentro. Qué frustración. ¿Por qué lo dejan precisamente ahí, a las puertas de misterio?
La cueva es Ítaca, y él no tiene patas.
Recuerda con infinita tristeza cómo una vez, allá por septiembre, cerca del anochecer, volando desde muy lejos y no se sabe de dónde, apareció un único murciélago solitario que se posó en el segundo escalón de su bombera escalera.
No más de tres minutos estuvo el vampiro contemplando plácido la caída del día.
Como vino se fue.
Levantó el vuelo y se coló en la oscuridad inmensa de la cueva custodiada.
Nadie sabe cómo pero empezó a llover. Cosas que pasan, imagino.
Y a nuestro desventurado pirandello, en vez de que se le corriese el rímel, fíjate tú, poco a poco, como quien no quiere la cosa, se le fue borrando, se le fue desdibujando la franja que indómita, durante tantos años, había cruzado su corazón de murciélago.