domingo, 17 de junio de 2012

Kaspar Hauser (6 y 6)
















De tanto nacer Kaspar Hauser igual ni existió.
Nada sabemos y nada es cierto, dicen los historiadores, pese a los rastros de sangre que pudieron analizarse en el año 2002 por unos expertos suizos.
Y él de eso se ríe, pues nunca estuvo seguro de nada.

Se mira en el espejo.
Y casi se acuerda.

Pese a todo, le duelen a través de las muelas unas caries irredentas, le molesta la futilidad que otorgan las sentencias mal formuladas, y sufre con pañuelos y oporto los puñetazos de honor y vino perpetrados en las tabernas oscuras de Baden.
O sea que existe.

Nació con 16 años porque en su vida anterior se imagina atado con cadenas a las entrañas del mal.
No sabe ni leer ni explicar, no conoce el color de las violetas, la falsa fragancia de los jazmines, el rubor de una niña que te besa.
Anselm von Feuerbach lo miró desde la condescendencia para aplicarle desde el rigor nociones de astrofísica, urgencias sociales, cariño, modales en la mesa, anda deja que te peine.

Kaspar se imaginó hijo de Napoleón, emperador cortejando a su madre Estefanía.
Kaspar se intuyó heredero del misterio y la maldad, como en un cuento de Gorey. Se sintió grabado a buril en una plancha de cobre y zinc, con tramas que definían su contorno.
Kaspar se supo distinto, y en la diferencia encontró sabores a mar que provenían del este.

Lo quiso el pueblo, tan necesitado de misterios.
Lo quiso Anselm, pedagogo en sus ratos libres, y lo echaron de menos -tanto- los animales salvajes que veían en su mirada la crianza libre, la tristeza eterna, el agua estancada en sus mejillas.

No quiso desentrañarse nunca el bueno de Kaspar. Rodeado de enigmas sin resolver sobre su propia existencia se imaginó en manos de Francois Truffaut o de Werner Herzog (directores que a la fuerza habrían de tener 8 y 8, 6 y 6 letras en su nombre y apellido) para que lo acompañaran en el camino de luz y pantalla, de mentira y proyección.
Y en esa maraña de posibilidades se deslizó hasta la muerte, oscura, negra e inevitable.
Un escrito en la mano, unas heridas imposibles.
Unos forenses atónitos, el misterio que se hace círculo.

Kaspar vino a morir rodeado de las incógnitas que ofreció al mundo tras aparecer por primera vez.
Que supiera comunicarse, tras años de dolor y aprendizaje, no lo hizo, para nada, menos doloroso.