Juan Peña nació con sus dos perfiles cosidos a las mejillas porque quería, desde chico, parecerse a Isaac Asimov.
Y si en el ministerio de Sanidad ponían pegan, ahí estaban las patillas, grande sustituto.
El quejío que dio María la Perrata, su madre, al darle la luz y las sombras encogió el corazón de los doctores, y las batas verdes de la segunda planta del hospital de Lebrija lloraron sudor y dolor, ese que acompaña a los gitanos en su peregrinaje.
Y no hubo médico que le propinase palmaditas en la espalda, pues no era fácil seguir el compás de aquella tremenda soleá de la Perrata.
Un santo de 4 y 4 acompañado al compás de una sonanta.
Un nombre errado entre patillas canosas y vinos dulces, un nombre fallido que se colaba por las alcantarillas de Utrera, que regaba las noches sin estrella.
Creció Juan entre guitarras y voces, entre fotografías en blanco y negro y neumáticos que ruedan, entre pájaros asustadizos y miradas libres.
Porque todo lo que no era luz era negro, fuera de un escenario.
Creció Juan con el apodo el Lebrijano cosido a sus arrugas, misterio y duende encerrado en los golpes a las mesas, los versos de Félix Grande y el baile del gran Antonio.
Buscando las raíces árabes del flamenco se encontró con un árbol milenario lleno de resina y cortes, cuyas hebras cruzaban el mediterráneo haciéndolo paraguas y puente, tan lleno de tiempo y madera, de olor y herrumbre.
Y todo aquello creció sin él, aunque no le hubiese importado acompañarlo.
Se hizo gigante el mestizaje de los orígenes, fuera de una flauta, lejos de las mandolinas.
Aún hoy se recuerda la mano firme, la voz profunda, el sonido añejo.
Aún hoy se siente la lucha de sus perfiles por liberarse del mundo, y mirar cara a cara a la vida, que es la primera.