Constantino Nikolaevich observó perplejo nada más nacer cómo su padre se metía en Google para comprobar que el nombre que estaban a punto de otorgarle tenía el mismo número de letras en español que en ruso.
Y toda su familia se fue a comer tortilla de patatas regada con vodka, dejándole por primera vez en su vida -y no sería la última- solo.
Escribió poemas, Constantino, dejándose caer sobre una pluma en punta.
Comprendió el dolor de la guerra a través del olor a muerte en el barro polaco.
Mitigó las ansias de esclavos y nobleza.
Dibujó una vez un retrato de sí mismo: sombrío, apático, orgulloso.
Emancipó los siervos, Constantino, con el valor de un obrero de la mina. Bregó con sus dos hermanos porque el verde de los olivos no se perdiera en los cuadros de la época, y lucho denodadamente porque las frases venenosas de masturbación y oprobio se pudiesen enterrar en el mar, cortadas por la proa de un bergantín español.
En la pequeña e irascible Varsovia, el malo de Jonza le disparó una flor en el hombro, y el cielo se tiño de mortífagos insaciables.
Supo escapar de la muerte como los baños: al fondo a la derecha.
Supo escapar de la muerte como los baños: al fondo a la derecha.
Fue promotor de la causa eslava, recibió honores de un pájaro eremita, tuvo hijas ilegítimas a las que compró mansiones, soñó con el nacimiento de Chagall diez años antes de su muerte, fue Virrey de Polonia, sastre a media jornada y boxeador en los chiringuitos de Acapulco.
Un director de cine, joven y talentoso, quiso rodar su historia en un medio metraje. Inició aquella aventura con un primer plano de su barbosa boca, con unos labios que decían "Oreanda" mientras dejaba caer una bola de esas en las que nieva dentro.
Constantino se paralizó por dentro y mantuvo la distancia correcta con el mundo.
Pensaba, intuía, lloraba.