miércoles, 3 de febrero de 2010

Beau Geste (Filmoteca nacional)



Pero hemos de ser justos...

He repetido en más de una ocasión que en esta entrada pretendo hablar de películas y cines, como de un hecho inseparable, del momento y de las sensaciones vividas dentro de ese espacio físico que rompe las barreras del tiempo y del propio espacio.
Pero hemos de ser justos...

Soy de una generación que creció amando (y viendo) el cine, en las matinales de los domingos pero sobre todo en la pantalla de la televisión.
Gracias, entre otras cosas, a una programación (los recuerdos me la traen así) intachable. 
Es nostalgia, sí, pero también es verdad.

El caso es que aunque hable de las sensaciones de ver "Beau Geste" en el Cine Doré, allá por el año 96, se desprenderán en mis palabras siempre aquellas otras vividas frente a la caja tonta, aquellas que descubrían a un niño de apenas diez años historias fantásticas de honor, orgullo y aventuras...

Un comienzo misterioso, una corneta que suena, muertos que flanquean un fuerte fantasma y toda una historia por contar.
Un flashback para que todo encaje, para empezar la historia de tres hermanos huérfanos y su entrega absoluta al sentido correcto de las cosas.
Los secretos que se asoman a una armadura invencible, los funerales vikingos llenos de fuego y pérdida soñada.
El aroma del desierto, de los amores abandonados, de la camaradería, del fatal destino.

"Beau Geste" fue dirigida por William A. Wellman en 1939 y protagonizada por Gary Cooper.
Agún día me tendré que preguntar a mí mismo cómo un antibelicista convencido como yo siente tanta fascinación por películas de este tipo, o cómo admira sin pudor a un recto prusiano que responde al nombre de Erich Von Stroheim.
Cosas de la vida.

Revisé esta maravillosa película gracias a un ciclo que dedicaron en la Filmoteca a Wellman (curioso apellido -por cierto- para dirigir esta obra).
Y en momentos así es cuando uno comprueba que a veces el tiempo no pasa. 
Uno comprueba que ese niño de diez años que se junta con su hermano frente al televisor con la cara de asombro y el alma necesitada de juegos y aventuras se sacia de una manera igual a ese joven más curtido en desencantos sentado en ese cine de Madrid.

Quizá porque en ese momento la película conecta las dos épocas. Quizá porque en ese preciso instante, en la sala a oscuras, el joven de veinticinco se une irremediable al de diez, o dicho de otro modo, porque los fotogramas iluminados a 24 rescatan a ese niño que nunca se fue, al que se postra frente a la pantalla (televisión, cine, ordenador) simplemente con ganas de dejarse sorprender.
Y lo consigue.
Vaya si.

Por eso es imposible renunciar a la evasión de la realidad, a sentirte tan grande que puedes ser todas las cosas, a no tener barreras ni fronteras frente a todo lo que queda por venir.
Y al no saber, gesto de humildad que nunca será demasiado reivindicado en estas páginas.

Cine, televisión e infancia.
Que vuelvan cuando quieran...