sábado, 7 de enero de 2012

Las hebras del ombligo



Símbolo de pereza e invierno, las pelotillas de hilo que se quedan durmiendo en el fondo de tu ombligo son algo más que un incómodo reflejo de la calidad de tus jerseyes.
Esas pelotillas de fibra son el llanto lento que habita allá donde te dieron la vida.
Son la mini manta de tu piel, la colcha de tu botón invertido.

Algunas se traspasan de la ropa pero otras, tú bien lo sabes, nacieron allí mismo, de un tejer espontáneo, de un necesitar el calor olvidado que aquel dedo o esa lengua te ofrecían hace años.
Las hebras del ombligo tienen todos los colores pero una única forma: la tuya.
La hebras del ombligo tienen texturas suaves de lana o algodón, pero el áspero sentimiento del que se siente desprendido y expulsado, y no hace sino buscar un hogar allá donde el calor se confunde con el intestino delgado.

Las hebras del ombligo vienen a este acogedor recodo a morir tras una vida llena de aventuras, polvo y suavizante.
Las hebras han sido diseños de Dior en contacto con húmedos pechos nórdicos desprovistos de sujetador y vergüenza, han sido suéter de algodón para perros caniches llevados siempre en brazos por ancianas de carmín y ducados, han sido alta costura y pret a porter, han sido aterciopelados chalecos de croupiers negros.
Las hebras han sido bufandas de niñas que patinan (¿y cómo acaba una hebra de bufanda en el ombligo, eh?), han sido ropa interior deshilachada de amor y frotes.

Las hebras llegan al ombligo con la ilusión de morir donde empezó la vida, aunque tienen ese punto de decepción al sentirse usurpadas de su cobijo con un par de dedos que bucean entre la carne y el pelo, con esa mano que las convierte en una pelotilla sudorosa y las lanza al vacío, al aire, a la nada.

Y las hebras, tristes pero agradecidas, lloran ADN mientras se precipitan al frío suelo del salón recién barrido.