lunes, 24 de octubre de 2011

Viaje a Brasil VI



















Un viaje es casi por definición un crisol de miradas.
Tan lleno de pequeños detalles, de rincones escondidos, de sorprendentes descubrimientos que resulta inabarcable siquiera en su recuerdo.
Las calles, la gente, una conversación, aquel desplazamiento, un atardecer cerca de la playa, comprar plátanos en un mercado, observar una discusión sentado en un parque, la majestuosidad de un museo, el hambre antes de buscar un restaurante, la humedad, las ganas de volver o el sueño acumulado.
Un viaje es un maravilloso crisol que en más de una ocasión nos acaba deslumbrando.

Quizá por eso, por esa acumulación de detalles, recuerdos y vivencias, hago pocas entradas de viajes que no sean un cúmulo variopinto de esa amalgama de imágenes que acaban llenando tu tarjeta, tu disco duro.
Y si eso es así siempre, mucho más con Brasil.
Siempre que abro de nuevo las carpetas que contienen las fotografías de aquellos días me asalta el caleidoscopio variado e inabarcable de la esencia de ese país que es muchos y es uno al mismo tiempo.
Tanto en la forma como en el fondo pierdo la capacidad de discernir y agrupar, y me asaltan las imágenes y los recuerdos de las playas, los adoquines, las miradas y la fruta.

En color o en blanco y negro, verticales u horizontales las fotografías de Brasil salen sin querer amoldarse a ninguna clasificación establecida.
Solo son ellas, reflejo de que un día alguien estuvo por allí, y tuvo la inmensa suerte y la fantástica oportunidad de hacer un click.