Lo mejor de los descubrimientos es pensar que poco antes de que ocurran estaban ahí, y que en realidad era solo que tú no te habías dado cuenta.
Jaén, hace dos semanas.
Visitamos a unos amigos en su casa de campo, acompañados de un pato, sin saber muy bien quién era el regalado a quién, si el pato a nuestros amigos o al revés.
En cualquier caso pasamos un estupendo fin de semana en buena compañía, charlas y reencuentros, y al pato se le construyó un pequeño corralito donde pudiese sentirse cómodo, con una piscina de plástico a modo de estanque improvisado.
Y no fue hasta diez minutos antes de irme que saqué la cámara y -en vez de buscar a los amigos y sus peques, como correspondía- me centré en ese animal feliz en su charco de plástico.
Solo con los reflejos, el color, la materia orgánica entre lo artificial, la profundidad de campo y el agua tenía yo bastante juego.
Y me dediqué a jugar.
Allí dejamos a Arturo, el pato, feliz de haber sido aceptado con tanto amor, feliz de no haberse convertido en un vulgar Beijing Kaoya.
Y aquí quedan sus fotos.