Bailaron murales, derramaron mares.
Cantaron dolor, compartieron pájaros.
Disimularon miradas, violentaron injusticias, parchearon charcos de lodo en la calle.
Solo tuvieron ocho años años para conectarse, del 46 a 54, y sin bastarle se conformaron.
Se miraron de reojo en el rincón de un país que no existe. Ese mismo que bucea entre medusas, ese que alza edificios de cal blanca y madera añeja.
Frida cantaba collares a esa niña que nunca se peinaba.
Patti dibujaba con saliva números impares en la piel del antebrazo de aquella mujer serena y fuerte.
Se comprendieron enseguida. Lo que una era, lo que no sería la otra.
Lo que no se podía se podía.
Se quisieron al instante y se dijeron un voy estar aquí y que este mes dure por lo menos siete años.
Allá donde tú vayas te seguirá mi sombra, le dijo al oído, prefiero el color de las plantas del porche contestó la otra.
Sintieron el paso del tiempo en una cama dura de piedra y arándanos. Regaron de lluvia los silencios de marzo, fotografiaron las nubes una y otra vez, una y otra, una y otra.
No había luna que las contuviese. No existió el lienzo que las capturase, la música que enlatara sus raíces.
Voltearon una y otra vez ese mundo que no dejaba continuar a una, que mal podía parar a la otra.
Buscaron la serenidad que las atara a la tarde, liberaron cualquier el gato que acariciase el desayuno.
Fueron fuego en el invierno, poso de café al caer de marzo.
Si no se conformaron nunca con leer el horóscopo, mucho menos lo harían con esperar que el betún se untase solo.
Y fueron libres al fin.
Y se hicieron palabra, vistiéndose las dos de blanco.
Frida y Patti, Patti y Frida. Una mujer y una niña que se engarzaron borrachas de mirada.
Con cinco días tenemos suficiente, se dijeron.
Y construyeron sin saber un mundo lejos de los hombres, esquivando a la muerte por tan poco.