Volver con 40 GB y tener la sensación de no haber hecho ni una sola fotografía.
Es el signo de los tiempos.
Tener al mismo tiempo la posibilidad de grabar vídeo, hacer fotos con el móvil, con la cámara, enseñar las imágenes casi a tiempo real a través de las redes sociales... Y una y otra vez esa insatisfacción inevitable de que todo se te escapa.
Es verdad que no es tan diferente (viajar, la fotografía) a la vida misma.
Y por eso gusta.
Japón ha sido el reencuentro con un Oriente que siempre me fascinó y en el que, por una extraña razón que se me escapa, me siento como en casa.
Un Oriente distinto, peculiar, reposado, hermoso, disciplinado y, como siempre también, lleno de contrastes.
Desde la locura abigarrada en su peculiar orden de un Tokyo terrenal y futurista, hasta la espiritualidad esparcida por las afueras de Kyoto. De la emoción de Hiroshima a lo terrenal de Osaka, de los Izakayas a los mercados, de un baño en un Onsen al húmedo paseo por los bosques de bambú de Arashiyama.
Y más. Mucho más.
Uno vuelve y pese a todas las sensaciones empieza a encontrar en las carpetas de imágenes recuerdos de esos días que casi no son ni pasado. Encuentra esas huellas que en definitiva las fotografías son.
Y encuentra reflejo de todo ese caos convertido en viaje.
Ya llegará el tiempo de reposar los pasos y esa mirada volcada al ordenador en forma de memoria que llaman física.
Ya llegará el tiempo de sorprenderse con el contenido de lo que la hormiga que fue uno ha ido recopilando casi sin darse cuenta.
Ya llegará el tiempo de las ampliaciones, del tacto del papel, de la necesidad de tocar -aunque sea imposible- esos recuerdos capturados.
Ya llegará el tiempo del tiempo, ese complemento inevitable del viaje.
Ya llegará, porque no hay otra.
Ya llegará, porque no hay otra.