lunes, 20 de agosto de 2012

La araña de Louis











Tokyo me ofreció un último regalo el día anterior a mi partida, en forma de araña en pleno Roppongi.

Y por mucho que uno conozca a Louis Bourgeois, por mucho que uno se hubiera emocionado ya hace unos años con la retrospectiva que le dedicó el Reina Sofía, no pude sino cautivarme de nuevo ante los intangible, lo etéreo, lo contundente y lo inexplicable de su magia.
Quizá es que, al final, uno es más mitómano de lo que admite.

Así que fue fácil dejarse seducir por lo orgánico de aquella pieza, en un duro día de sol y calor en la capital nipona.
Fue fácil recorrer una a una las patas de aquel arácnido plantado en mitad de la gran urbe.
Fue fácil dejar que los potentes nervios retorcidos sobre sí mismo se adentraran en el objetico sin más red que la suya propia.

Tokyo me ofreció un último regalo y yo, educadamente, lo acepté con agrado y lo guardé, empaquetándolo con mimo en mi tarjeta de memoria, ya maltratada por el paso de los días.