lunes, 12 de diciembre de 2011

Dibujando hasta en la cocina



Hace frío y la cocina tiene un cierto aire desangelado.
Entre la lavadora y el frigorífico, con platos todavía sin lavar que se acumulan enfrente, intercalo los pasos de un caracol bombero que no sabe dónde va, pobrecito mío.
En el estudio, cruzando el pasillo, el ordenador monta los planos, y en el salón repaso la voz en of que acompañará la historia.

Busco en la cocina el espacio amplio, la comodidad del desparrame, ese lugar donde dejarse llevar y que un controlado desorden engulla la necesidad del que no puede, no debe parar.

Siempre es así, o al menos así siempre lo recuerdo.
Dibujar, dibujar, dibujar.

La vorágine del trabajo (hecho a veces demasiado rápido, a veces sin pensarlo, al ritmo improvisado de los días) te engulle y no te suelta.
La elaboración -en este caso- de un cortometraje, reúne despiadado todos esos ingredientes.
Dedicación, obsesión, prisas.
Y dibujas de madrugada, dibujas hasta en la cocina.
Dibujas con menos vergüenza que dibujos (¿o era al contrario?) pero absorbido de tiempo y premuras.
Aunque al final (sin saber muy bien cómo, sin saber muy bien por qué) la cosa sale.

Ahora que esos días de vorágine y dedicación han terminado, echo la vista hacia atrás y mezclo inevitablemente regustos distintos en los huecos de mis días.
Es por eso que siempre me quedan dos certezas, contradictorias pero que se dan la mano, compañeras de toda una vida:
1) Deberías haber empezado antes, deberías haberle dedicado el doble de tiempo y estaría al menos el doble de mejor hecho.
2) Si no te hubieras puesto, ese cortometraje (mejor o peor, quién lo sabe) no existiría.

Para mí eso es sin duda lo mejor de Cortos de Vista, ese festival-encuentro que nos obliga a crear y a compartir nuestras historias una vez al año.
Sin él no tendría los nueve cortos que ahora tengo. Sin la presión propia y de los amigos (que mejor peor siempre trataron mis historias con cariño) no me arrojaría al vacío que supone afrontar un reto que a todas luces me supera.
Y ahí las ganas y la poca vergüenza ganan de nuevo la batalla.

Vuelvo a la cocina ya cambiada y, estúpido como uno es, echo de menos los días de dibujo y locura. No me importa ya nada el cortometraje recién acabado y ni siquiera reparo en que no me gusta tanto quizá como aquel otro, o no, o mejor dejarlo descansar un par de días, que de tanto verlo le he empezado a coger manía.
No importa ya nada que no sea el próximo proyecto, el siguiente dibujo, la tira cómica que falta.

Lo bueno de no dejar de crear es que no te da tiempo a pararte a pensar y es que tampoco hace falta.
Y lo mejor de dibujar en la cocina, qué duda cabe, es que el té (y esas galletitas de crema) están tan cerca que casi se siente el olor, casi que el calor roza mis manos, que de tanto dibujar ya han vuelto a quedarse frías.