Es cierto. Hablar de mierdas es entrar en un terreno pantanoso.
Normalmente ninguneadas, apartadas, llevadas al ostracismo y borradas de nuestro vocabulario.
Recluidas a la intimidad del acto más solitario.
Por eso aquella que ya no está, la que miras nada más levantarte y ya no está, la que ha sido engullida por unas recónditas cañerías, me sublima sobremanera.
Por su magia y su escapismo intrínseco.
Es sin duda el Houdini de las defecaciones.
Y eso que te lleva su esfuerzo. ¡Quién lo duda!
Llega el momento: lo pones todo de ti, das lo que tienes que dar y lo das.
Has cagado, no hay duda.
Y cuando te levantas y te pones a mirar -esa mirada furtiva, contundente e inevitable- al interior del inodoro descubres que no hay nada. Nada.
Tú sabes que ha salido.
Sabes que ha caído, has escuchado el plop inapelable que salpica y refresca.
Pero ya no está.
Ha desaparecido.
¡Mierda!
La mierda que ya no está -aún sin estar- lo tiene todo: Timidez, conciencia, vergüenza y honestidad.
Es una mierda de cloaca.
De algún modo, en nuestra imaginación más desbordante, es todas las mierdas en una.
Tiene todas las formas posibles, todos los colores, todas las texturas.
La hemos expulsado de nosotros mismos, era nuestra -qué digo nuestra, ¡era nosotros!- y ya circula libre por las arterias de la ciudad fantasma.
Nada en el agua sin deshacer su forma, imagina un revés de Arancha Sánchez Vicario al derrapar en una curva, recuerda el café cortado al adelantar a pequeños grupúsculos indeterminados, y sólo puede elucubrar con el sabor de una piedra a manos de los pastores de Soria, pues su vida no va sino de la oscuridad al agua.
Hay mucho de frustración en ese nuestro mirar y no ver nada.
Hay mucho de intentar imaginar cómo era, de pensar qué habrá sido de ella.
En la Europa central más civilizada, con sus wáters con plataforma, no tienen ese problema.
La mierda siempre reposará en una tarima de Graz, cual trofeo arrancado a la nutrición y al devenir del tiempo.
Pero aquí no. En España a la mierda se la traga el miedo.
Dónde llegará, cual será su destino -que es el nuestro-, no lo sabemos.
Desconocemos si conocerá a Gepetto en el interior de una gran ballena, si será escarnio de turistas en la orilla de una playa con problemas de saneamiento.
Nunca sabremos si conocerá a una mierda joven y llena de vida que la quiera y le de hijos.
Sólo podremos imaginar su otra vida de natación y flote, de naufragio y deriva.
Y siendo nosotros mismos parte de su esencia, la abandonamos a su suerte.
No hay campañas de localización, carteles de se busca, ni campamentos esperanza.
Si acaso la duda que siempre nos invade de tirar o no de la cadena ante esa nada más triste y absoluta que nos saluda desde el blanco.
Y tiramos, vaya que sí.
En nuestra manera de empujarla hacia su nueva vida.
Es nuestra última oportunidad de rozarla con el agua lanzada en busca de la luz, sí, acércate a la luz.
Es nuestra manera de decirle adiós, oh gran desconocida.
Nunca te vi, amiga del alma, y eso que eras yo.
Eras yo, pero no supe retenerte sin despedirme como merecías.
Nunca sabré cómo eres y me conformaré con inventarte.
Adiós, mierda que no estás.
Adiós.