miércoles, 6 de octubre de 2010

Charles Chaplin (7 y 7)

Quise hacer una biografía muda de Chaplin, pero no pude...



Todavía lo recuerdan en East Street, haciendo malabares con naranjas.
Su mirada inquieta, su voluntad de hierro, su profunda sonrisa.

Aunque Charles Spencer Chaplin (siete, siete y siete, menudo pendejo) vivió en tres épocas distintas de la humanidad.
Fue un esclavo más bien enclenque que ayudó poco a construir la pirámide de Keops, pues murió de tisis a los diecisiete años, fue marinero fantasma en el barco del holandés errante (asustando a una señorita inglesa que se llamaba Margaret) y fue, nunca ha renegado de ello, uno de los mejores actores y directores que ha dado el cine en toda su historia.

De madre esquizofrénica y padre alcohólico, al joven Chaplin lo que más le gustaban eran los billares y las bibliotecas.
Sabía bailar en once idiomas diferentes y toda su ropa fue siempre en blanco y negro, incluso en 1971, cuando se inventó el color.
Dicen los maledicientes que sus calzoncillos eran rojos, pero como nunca pitó en los controles de los aeropuertos, la duda nos acompañará siempre entre olas de estaño y mirra.

Charles Chaplin era un genio. Sabía vivir la vida a 16 fotogramas por segundo, sabía cómo detener una nube en mitad de una tormenta, y sabía que cuando la noche llegaba, Nueva York era sin duda la capital más hermosa del mundo.

A sus dos primos, de quince y doce años, los bautizó un 14 de marzo como Keystone y Essanay, pero ellos protestaron porque ya tenían un nombre y no eran esos precisamente.
Era un payaso.
Y qué bonito era ser payaso.
Su máscara era la nuestra por eso su cara fue un espejo.
Y la melancolía de su risa, nuestra almohada.

Cuando había descanso en sus rodajes Chaplin siempre volaba a Egipto llevándose a su madre para ver amanecer y así recordar su otra vida.
Los besos y los martillazos estuvieron siempre en la balanza para pesar las manzanas y los jureles, que con kilo y cuarto se conformaba.
Pintó la pobreza sobre acetato de celulosa y las luciérnagas palidecían en sus proyecciones.

Había mil doscientos treinta y cuatro engranajes en la cabeza de Chaplin que no paraban de moverse: La nieve y un zapato, el mundo plano, el veneno del amor en forma de venganza, el bombín, las caléndulas, la lluvia de abril o el policía que nos persigue.
Todo giraba y todo gira.
Inventó los tiempos modernos y se rió del mundo en toda su cara. Luego se sentó y dejó que lo acompañásemos tomando un licorcito.

Chaplin nos hizo reír mientras nos hacía pensar.
Y eso da que.