martes, 16 de febrero de 2010

La cabina (Cine Linamar)



He de reconocer que no soy muy de homenajes ni de nostalgia (en todo caso más de esta última) pero no me he podido abstraer del recordatorio colectivo, y el domingo, viendo la gala de los Goya, se me vino a la mente cómo asistí a la proyección del mediometraje "La cabina" de Antonio Mercero, en el Cine Linamar, allá por los primeros años de la década de los ochenta.

Es verdad que era demasiado pequeño para darme cuenta de muchas cosas, es cierto que mis recuerdos de aquella tarde noche son fragmentados y dispersos, pero puedo evocar, aun hoy, treinta años después, el sabor de la angustia.

Todavía colea en mi memoria el eco de un Cine como el Linamar (tan añorado, tan querido) verdaderamente a rebosar. Con el pueblo (ese concepto a veces tan extraño a veces tan difuso) con el pueblo de Nerja tributando un merecido homenaje -y qué mejor homenaje que proyectar la obra de uno- a Antonio Mercero.

Hay cosas que he olvidado.
Creo recordar que aparte de la cabina se incluyó en el programa otro cortometraje (más liviano, menos denso) pero no estoy seguro si eso fue así, ni cual era el otro corto.
Recuerdo que tras la proyección Antonio Mercero, desde las primeras filas (yo estaba bastante más atrás, con mis padres), cogió un micrófono, dio las gracias y ofreció un pequeño coloquio improvisado.
Recuerdo -la memoria selectiva es así- la pregunta de Juanjo Artero (el Javi de "Verano Azul") pero apenas consigo acordarme de alguna pregunta más.

Mucho más presente está  aquel ambiente cargado de un cine donde todavía se fumaba, la presencia de un pueblo que acababa de terminar un rodaje que le iba a condicionar su destino, y los inevitables nervios que da tener cerca a los actores y la fama, toda esa expectación en una sala a oscuras.

Pero por encima de todo sigue el olor del miedo.
Toparte cara a cara con la angustia de la historia, con el horror de lo absurdo, con el miedo a lo desconocido, con la sinrazón de lo establecido.
Esa historia-metáfora imposible de entender para un niño de diez años se introdujo dentro de mí a través de unos ojos bien abiertos.
Apenas si quedaron dentro las carcajadas y las risas del principio del cortometraje. El desolador final (rodado en una central eléctrica, creo que contó Mercero) no dejaba hueco alguno a la esperanza.

Las luces del cine se encendieron, terminó la charla y la gente poco a poco volvió para sus casas, para su vida.
Una gran parte de la realidad -de la mía, de la nuestra- se quedó dentro de aquel cine.




Os dejo con esta versión rotoscopiada, que me trae igualmente recuerdos de mi pasado de animador, aunque en este caso no tan lejanos.

Merci, Mercero...