lunes, 24 de mayo de 2010

Un paso por detrás



Venían andando los dos juntos desde hacía ya un buen rato, bordeando el lago Hoan Kiem, el más céntrico y cuidado de la ciudad de Hanoi.
Y él siempre iba un paso por detrás.
Era él también el que más hablaba y la actitud de ella (los pasos, su cadencia, la manera de tocarse el pelo) denotaban algo más que indiferencia.
Recuerdo que llegué a pensar, bastante al principio, si eran o no pareja, y es que la imagen que veía me recordaba más a aquellas fotos de Català Roca, a aquellos piropos excesivos de la Barcelona de los setenta.
Pero fue la presencia y cierta majestuosidad en la chica la que me dio el convencimiento de que entre ellos sí había una relación.
Estoy seguro de que si ella hubiera querido, se hubiera plantado quieta, lo hubiese mirado a él, y sin necesidad de decir palabra lo hubiese fulminado en aquel reto.
¡Qué mujer, sí!
Y sí, él siempre detrás.

Conforme se acercaban más a donde yo estaba más me daba cuenta de que el chico no le estaba contando una historia: se estaba disculpando.
Y cuánto más los miraba andar más me daba cuenta de que aquel porte, aquella cadencia inflexible de la chica era su manera -elegante pero implacable- de hacerle sufrir.
Te lo tiene merecido, chaval, llegué a pensar.

Con anterioridad a ellos recuerdo haber parado a beber algo de agua y aplacar el calor de la Capital del Norte, mientras leía un libro, descansaba del encantador ajetreo de motos y bia-hoi, y me dedicaba al placentero entretenimiento de escudriñar la enorme vida que se iba generando alrededor del lago.
Y entonces los vi.
Ella desprendiendo elegancia, con su cabello lacio y suelto, con ese pequeño bolso colgando del hombro y sin apenas mostrar en sí los estragos del caluroso agosto vietnamita.
Él, sin embargo, no sólo iba detrás físicamente, sino en todos los sentidos imaginables.
Detrás en porte, en presencia y en imposición.
Imposible que aquella diatriba que esgrimía detrás de la chica llegase a ningún lado. Aquella batalla la había perdido en el primer paso a la orilla del lago, y probablemente haya perdido también la guerra.

Recuerdo también haber pensado si ella lo quería. 
No sé por qué pensé aquello.
Podían haber sido primos, amigos o hermanos, pero desde el fondo sur del lago, allá donde apenas alcanzaba mi vista ya les había adjudicado sin rubor la categoría de amantes.
Quizá novios, quizá no.
Quién querría más a quién, quién daría más, quién ofrecería entera su alma en una intimidad despejada de voayeurs yo no sabía decirlo. Pero sí sabía que en aquel paseo de apenas cinco minutos ella llevaba todas las cartas ganadoras.
En ningún momento titubeó, aminoró su marcha o intento ser indulgente.
¡Quién habría podido dudar que la razón iba con ella!

Pronto se perdieron de vista, pero mucho antes yo ya había decidido hacerles una foto. 
Me dio tiempo de sobra a cerrar y guardar el libro de Grossman, abrir la mochila de la cámara y a esperar incluso que pasasen por el lugar adecuado.
Recuerdo que pensé que ella se iba a percatar de mi gesto y que miraría justo en el momento que yo disparase.
¡Qué ingenuo!
Yo, con mi cámara en la mano, mirando a través del objetivo iba, como su acompañante indolente, también, un paso por detrás.
Un paso por detrás de ella.