miércoles, 26 de mayo de 2010

De bomberos XXVIII



Aposentarse no es el problema: la duración sí.
Muy poco después de permanecer más tiempo de la cuenta sentado, un bombero se transforma.
Su piel se vuelve cubo, más grande incluso que Egipto y Rumania.
Se pliega ante la adversidad, bebe zumo de menta e imagina, escribiendo con saliva en el aire, sudokus imposibles.
Su rueda pasa a ser botón y la ventana lo engulle en el madrigal del ocaso.
Deja de contar.
El bombero sentado pierde la noción del norte, y si vuela con la imaginación al mercado de la Emilia, le compra sin dudar aguacates de Groenlandia.
Un bombero sentado se expande, mala la hora, aunque a las buenas todo se vuelva rojo.
A media que se hace más grande la habitación que lo acoge mengua, como aquellas alfombras de La Espuma de los Días.
El chocolate le llega a la palanca de cambios, y sus binoculares se empañan de vaho, miel y hastío.

Sentado lee, se relame y lima sus uñas, esas que hacen de la rueda la más inútil de las circunferencias.
Cuando los párpados caen y la saliva empieza a subir, ya sabe que las articulaciones necesitarán aire y aceite.
Y echa de menos quién le sople.