Tan cierto como contradictorio es el mundo.
Me encantan los espacios: suelo detener la mirada sobre formas arquitectónicas, sobre la majestuosidad del aire atrapado entre los muros, y, a pesar de ello, no suelo hacer tantas fotografías sobre los mismos.
La potencia del elemento humano, una cierta rigidez en la composición, quién sabe.
Mis encuadres suelen buscar más la vida en los mercados que las bóvedas de las catedrales, aunque a veces, acompañando a la vista que se asombra, el dedo se desliza sobre el disparador y el espacio queda captado.
Y siempre suelo pensar que lo que he guardado es la luz y es el aire.
Estambul es -quien ha estado lo sabrá- en gran parte sus mezquitas.
Desde fuera y desde dentro nos subyugan con su presencia, que siempre mira al cielo.
Los rincones de luz y soledad que se dan en la amplia inmensidad de sus espacios te hacen sentir pequeño.
Los ventanales nos ciegan con la promesa de un exterior que se expande, pero yo no puedo evitar mirar en las esquinas de sombra, y todo lo intangible que de ellas emana.
Y la mano vuelve a hacer click.