lunes, 1 de junio de 2009

La barra de progreso



No nació en Móstoles, la barra de progreso, ni su ascendente natural es Piscis.
Sin entrar en el terreno de los agoreros ni de los adivinos, y mal que a muchos les pese, les agobie o les reviente su presencia, la barra de progreso se limita a ofrecer un cálculo aproximado de lo que va a tardar la operación solicitada. ¡Sí, sí, un cálculo aproximativo, leches! No es necesario ni ofender ni burlarse de ella, que el que empezó la historia siempre es otro.
Pero ella es joven y disciplinada. Cuando hay que aparecer, se aparece. Llueve, nieve o caiga un sol de justicia. ¿Que quieres copiar algo al disco duro?: Ahí la tienes. ¿Que te da por instalar un programa?: Tranquilo que ella te va diciendo. ¿Que resulta que te bajas cosas digamos que ilegalmente?: Ella ni te denuncia ni te juzga y encima te va informando de cómo va la cosa.


Le encanta viajar. Japón y Almayate, de sus preferidos. No soporta el helado porque se le inflaman las amígdalas, y así vive la vida, gota a gota.
Una vez estuvo en los Emiratos Árabes y le obligaban a ir al revés, rellenando hacia la izquierda, pero ella no dijo ni mú.
De todos los colores que le ponen prefiere el verde, aunque los programadores se empeñen en lanzarla en azul. Y que va a hacer ella si en su propia naturaleza está eso de "tirar pa'lante"...
Le gustaría bailar sevillanas pero es uniforme en su progreso y no puede permitirse florituras. De su fino y estrecho rectángulo blanco no se sale. 
Nunca le han echado de los bares a las cinco y media y la han mandado para su casa. Si le hubiese pasado no habría sabido reírse de sí misma, es lo que tiene la expresión neutra esa que siempre le acompaña.

No entiende por qué tanta gente le tiene esa manía.
Que si un minuto dura ciento cuarenta y tres segundos, que si llevamos media hora con los mismos cinco cachitos verdes... Tampoco es para ponerse así.
Aunque sí que hay un momento especialmente incómodo en la vida de la barra de progreso: cuando se cuelga.
No es culpa suya y ella lo sabe, pero se descorazona por completo. Confunde el Obradoiro con Sanjenjo y piensa que mil doscientos treinta y dos minutos es una cantidad de tiempo razonable. Y no, barra de progreso, no es razonable.
En ese momento se sabe inútil, quiere avanzar y no puede, y nota el nerviosismo, la desesperanza y el hartazgo en la mirada de un niño. Lo vuelve a intentar pero no hay manera, y sabe entonces que solo queda un camino para tanto despropósito: El reinicio, la desmemoria, el memento.

Hay sin embargo una secta que adora a la barra de progreso. La observan y la miran extasiados como si no hubiesen mujeres ni literatura en el mundo.
Algo de adulación sentiría nuestra amiga de no ser porque presiente que tras esa mirada inquisidora subyace la exigencia de que se dé prisa, que venga, que es tarde.
Qué estrés.
Si el tiempo es relativo tienen la culpa Einstein y los chicles, no ella. Además el tiempo será relativo, pero es constante e implacable.
Im-pla-ca-ble.
Por mucho que una tarde resfriada la barra de progreso decidiese detenerse justo a la mitad de su camino marcado -a dos con tres de completar los cuatro gigabytes con siete- el mundo seguiría.
El mundo sigue.
El mundo rueda, llega la noche, los ordenadores se apagan, y quién sabe si algún día no muy lejano el progreso informático transforme a la barra de progreso en un baile de tango lento y sentimental que amenice la espera de otro modo.
Cuando llegue ese día la barra de progreso será feliz, y habrá llegado, mucho antes de lo que ella mismo habría predicho, a su final.