Pues aquel que vive más de una vida más de una muerte tiene también que morir.
Oscar Wilde nació en Dublín un 16 de octubre de 1854.
Para entonces Isaac Peral daba, con apenas 3 años, sus primeros pasos por una luminosa Cartagena.
Wilde había vivido de intelectualidad y poemas, ebrio de amor por la vida y engañado por Bram Stoker. Se dejó la piel y el hígado por las calles de Londres y París, de taberna en librería, apoyándose en un bastón que iluminaba la luna nueva todos los octubres impares.
Isaac Peral creció mucho más estoico: Pulcro en el andar y silencioso al comer, no habría de gritar -recuerdan sus allegados- una sola vez en la vida.
La disciplina militar y el carácter reservado lo llevaban a permanecer de pie frente a los bancos de un parque, a rehuir su reflejo de los escaparates de las principales avenidas y a afeitarse el bigote como quien no ha quedado con el comandante en jefe para pasar revista.
Fue la necesidad de escapar de la vida.
Fue la necesidad de escapar de la muerte.
Eso los juntó.
Oscar Wilde, enamorado y sodomita, enjuiciado y señalado, vituperado y meláncólico, no le quedó más remedio que huir de este mundo.
Y qué mejor que un submarino.
Isaac Peral, aquejado de carcinomas y basilomas, quería que un cuadro guardase toda la decrepitud que lo devoraba por dentro como margaritas salvajes.
Y ahí estaba Dorian Grey.
Oscar Wilde e Isaac Peral se vieron una sola vez en la vida. Fue en Londres, en 1895.
Puede que cuenten que uno murió aquel año, que otro cambió su nombre y emigró. Pero no fue así.
En una taberna de Reading intercambiaron sus poderes inventados, para disfrutar en soledad de veinte años más de vida.
Oscar en la profundidad del Índico, con una novela de Víctor Hugo y un recortable de naturaleza y faldas.
Isaac de lupanar en buhardilla, con estola y chistera, sin el bigote ni la marcialidad de antaño, asesinando sin saber muy bien por qué.
Es cierto que se escribieron una sola vez, allá por 1912.
Oscar le mando una postalita desde el puerto de Madrás, con el dibujo de un pez embarazado, misiva que Isaac contestó escribiendo "merci" con la sangre de un paragüero de Lyon.