lunes, 14 de mayo de 2012

Viaje a Uzbekistán IV























El calor huele a viaje.
Invariablemente llega ese calor intenso que supera los cuarenta, que nos asfixia a cada paso, que nos hunde en el sofá y que derrite las calles y el asfalto.
Pero es en ese momento de bañador, de duchas, tés fríos y aire acondicionado cuando yo me acuerdo de los viajes vividos, de los viajes por vivir.

Calor fue Shanghai en toda su esencia, humedad y toallas de vapor en los restaurantes de Hanoi, amanecer con arena del Sáhara tras dormir en las azoteas de Tombuctú, caderas y son en el atardecer del malecón de La Habana.
Calor fue el Uzbekistán que ahora muestro y calor será Japón o donde quiera que me lleven los pájaros metálicos que duermen en hangares.

Uzbekistán tiene ese recordatorio a polvo, ese sabor a tierra, esa luz de mediodía y ese tono desaturado y ocre.
Uzbekistán vuela entre calores y madrasas, entre mercados y pan, entre cervezas sin sombra.

El calor huele a viaje.
Uzbekistán huele a calor y a viaje, pero los pulmones se llenan de futuro incierto, de calor incierto y de ganas de que llegue.
Hasta entonces.