domingo, 20 de mayo de 2012

Adolfo Suárez (6 y 6)


















Nació Adolfo Suárez sin venir a cuento, en el seno -no se podía decir pecho- de una familia acomodada en el sofá de su salón.
De hecho no fueron a visitarlo al hospital hasta que no acabó el episodio matinal de los Chiripitifláuticos.

Este desplante creó cierto desasosiego en el joven Adolfo, que cogió una camisa blanca, un aguilucho negro y se fue a estudiar a Salamanca.
Allí afiló su nariz tomando chatos de vino.
Su mirada en forma de sonrisa seducía a los camareros de las bodegas de la calle Van Dick, esos mismos que nunca lavaron un vaso, y con esos añejos aromas a uva viajó de Ávila a Madrid para dirigir esa tele que tanto gustaba a su familia.

Su primera gran medida como director del Ente fue que el mundo dejara de ser en blanco y negro, y para ello halló en la síntesis aditiva de los colores un gran aliado, pese a que Fraga Iribarne y su síntesis sustractiva se posicionaran en contra y buscaran en el hemiciclo los votos de la Escala de Grises para revocar esa posibilidad.
Al final (y esto acabaría convirtiéndose en una técnica recurrente) la sonrisa de Adolfo, esa de 24 bit/quilates inclinó la balanza hacia el centro. 

Cuando el Rey le nombró jefe de Gobierno quiso cambiarlo todo y empezó por los nombres: A Torcuato Fernández le llamó "Mirinda", a Fraga "Braga", y a Calvo Sotelo "Claro".
Y es que era un cachondo.
Se puso a legalizar cosas, PCE incluido, pero se olvidó de la marihuana, esa que llenaba de un profundo olor los pasillos de la Moncloa. 
Se cambió de camisa tras veintitrés años y comprobó que hay más mundo que un armario.
Dormía con gomina, soñaba con vespas, acorbataba sus deseos.
Dimitió como quien juega al cinquillo y pudo ver desde su sillón de cuero como unos bigotes disparaban contra el techo de nuestras conciencias. Era febrero, no hacía frío y fue justo entonces cuando todas las clases de tango de su ministro de defensa se vieron amortizadas.

Tras aquella gallardía de pose y mesura abandonó los pantalones de campana y se diluyó en piscinas de Somosaguas, se acurrucó en las esquinas de una memoria que no encontraba, miró sin permitirnos conocer qué penaba mientras su mirada iba coqueteando con recuerdos volátiles.

El mundo era ya en color, pero los sueños, sus sueños,  seguían siendo etéreos.