jueves, 18 de junio de 2009

La uña rara



La uña rara no tiene, por mucho que quiera, una vida propia que la acoja.
La uña rara es hija de nuestra propia impericia. Nace de nuestra desatención, de los versos inventados, del té que se enfría y del viento en la ventana.
Todos, menos aquellos con la malsana costumbre de limárselas, hemos tenido más de una, más de una vez, en más de un dedo.

Un pequeño despiste por mucho que la ducha nos haya despertado, ese ínfimo descuadre en la curvatura del apéndice, un leve saliente, la irregularidad latente.
La uña rara crece poco a poco, se forma en su ser, en su esencia, dejándose descubrir cada día un poco más. Incipiente y tímida pero constante e incorregible.
Algo hay en su devenir que nos atrae, algo hay de su forma que nos repele.

Y sin embargo reivindico su hermosura...

Qué bonito.
Qué bonito interrumpir una suave curva con la potencia indómita de una quebrada.
Qué bonito lo imperfecto, qué bonito lo incontrolable, qué bonito el dulce sabor que deja su roce en una piel.
Qué bonito es el amor.
Entrañable en su devenir incierto, en su original forma. Haciéndose mujer paso a paso, creciendo sin engañar a nadie de un modo único e irrepetible.

Pero ella está triste a la espera del recorte que acabe con su esencia.
También siente la mirada altiva, presuntuosa y estirada de la uña perfecta que crece (en su mundo de piruleta y diseño) justo en el dedo de al lado. Siente el desdén de la curva procelosa que nunca ha sido abandonada en una gasolinera.
Pues que le den.

La uña rara está pegada a nuestra alma.
Dos son los lugares para el asentamiento de nuestra amiga: Pulgar y meñique. Y una razón para ello: La impericia.
Al empezar por estos dedos y por mucho que nos sintamos seguros y duchados nos falta la práctica de no haber cortado una uña en veinte días.
Y en el pulgar confluye también el ancho de la curva, que no ayuda.

No me gusta pelar patatas con la uña rara, lo reconozco, pero me encanta dibujar con ella.
Y aunque no lo he hecho nunca, con ninguna, no se me ocurriría comerme una uña rara.
No está bien.
Recuerdo que una vez se echó un novio, un portaminas del 0,5, aunque como nunca pudieron viajar a Vietnam la relación se fue enfriando y enquistando de un modo lento, doloroso y absurdo por ambas partes.

La uña rara nunca se va de copas sino que las sostiene. A veces siente el frío intenso y la humedad que se transmite del hielo que adentro aplaca el alcohol que nos aturde.
Ella es testigo.

Nos da mucho más placer a la hora de rascarnos, nos permite arrancar el fixo con mayor facilidad y desatarnos los cordones como lo hacía nuestra madre.
No hay una igual a otra, me quiere sin decírmelo a la cara, la quiero sin besarla, forma parte de mí...

Algo hay de mantis religiosa en el final de la uña rara.
Pocas veces es la tijera la encargada de recobrar la uniformidad aburrida de una curva igualada.
Hay un juego erótico impagable en los últimos momentos de la uña rara. Un baile sensual, desinhibido y poderoso que se da cuando otra uña de la mano contraria se acerca firme y dispuesta a emparejar mediante contundentes frotes el saliente rebelde.
Ese acto lascivo, salvaje y sexual que se genera en el encuentro de dos uñas distintas, únicas e irrepetibles, aunque no tan diferentes. 
Una mata y otra muere como cantaban los Mártires.
Y así acaba.
Y esperaremos cautelosos y prudentes a la próxima, a que como siempre, casi sin quererlo, de un descuido nazca un milagro.