Max Aub nació en París el 2 de junio de 1903, y lo primero que hizo fue activar la casilla ausente en el inútil y perverso chat de facebook.
El siempre prefirió escribir a nadie, fabular con todos, esconderse de la vida.
Tuvo cuatro nacionalidades pero solo mostró un trío en aquella timba jugada en Valencia, porque la camarera le había guiñado un ojo y él se había querido dejar seducir por el engaño, el absurdo, la inconsciencia, el exilio.
Así que guardose una nacionalidad en la manga y se montó en un barco, mientras un desconfiado prodigioso se miraba en el espejo de la avaricia y le hacía guiños a su pasado de naranjas y cafés.
Max Aub llegó a México y conoció a Jusep Torres Campalans, pintor donde los haya y muy amigo de Andy Kaufman, con quien compartió acrílicos, jabones, sopas y remedos.
Se hizo llamar Don Max y bajaba por los bulevares rectos de la Calle María con un bastón negro que no usaba sino para tantear de vez en cuando la solidez de las alcantarillas.
Sus poemas consiguieron diluirse en agua con menos de diecisiete giros de cucharilla de café, consiguieron quemarse en chimeneas al aire libre a menos de 60º centígrados u equivalente, ay, esos mismos poemas que se hacían gas al llegar la noche, para morir furtivos entre colchas de macramé y años cincuenta.
Compró en Cochabamba una colección de máscaras tras las que esconderse los otoños de pipa y ceniza, usaba en las cafeterías las papeleras como sombreros icónicos e irreverentes, y muchos lo recuerdan todavía hoy al tratar de encestar poemas arrugados de sudor y agosto en las farolas estropeadas de la avenida sin nombre.
Nunca quiso firmar un pagaré, y eso le honra.
Con el dolor aún de la pérdida de aquel trío de nacionalidades en aquella infausta timba, regresó a España para mirar el mar plegado en la orilla.
Recordaba los pies de su madre en la arena, el sabor de las uvas frías deshaciendose en su boca, las portadas dobladas por el sol de los libros de aventuras, y los trajes de baño de aquellos adolescentes que no habían de nacer más porque con una vez se considera suficiente.
Volvió a Ciudad de México para internarse una buena mañana de julio en las cálidas aguas de Mazatlan, convertido, esta vez sí, en un asteroide infinito.