Lady Gaga nació anteayer muy al fondo de la matrioska.
Niña rusa nacida en pleno Manhattan se cubrió la cabeza con una peluca mientras aquel médico de Queens le daba unas más que merecidas palmadas en el culete.
Y ella lloró en play back.
En su adolescencia breve (un fin de semana, unas copas y a bailar) quiso ser el pelirrojo de Parchís, Enrique Bunbury, Marilyn Mason y el feo de las gafas de "Aquellos maravillosos años" todo en una única persona, pero los derechos de autor, Teddy Bautista y la SGAE londinense se lo impidieron.
Así que se hizo Madonna, que de aquellas estaba con Guy Ritchie y no se enteraba de una mierda.
A medida que crecía eran más las matrioskas que la envolvían -maderas de cariño y coraza- y su voz de caramelo negro se hizo sabor a roble y haya.
El fondo añil, los corpiños, las lágrimas de purpurina y la seda oro intentaban seducir a un primo de Oregon que nunca veía la tele.
Pobre niña inventada entre capas de cerezo.
Quiso ser Ana Obregón, Loyola de Palacio, Bergson, Torrebruno, Bárbara Rey, Marco Simoncelli, Ernesto de Hannover, Laurie Andersom y Fanfan la Tulipe al mismo tiempo pero a Loyola ni se le acercó, oiga.
Pobre muñeca escondida entre abedules rojos de secretos.
Lady Gaga se echó a los escenarios pero poco, se volcó en la mercadotecnia, en la invención, en la paráfrasis y en la mentira.
Se sintió bistec, se vistió algodonales, se aspiró acelga.
Abrió sus brazos para tocar los 14 kilómetros que separan Europa de África, se metió en sí misma para esconderse de Caperucita y cenar espárragos con el lobo, se imaginó mamarracha entre flashes Elinchrom de 500 W y supo como nadie negar la palabra a los ciegos de corazón.
Una vez quiso dar un concierto.
Se apagó el escenario, se iluminó el camerino, se fundieron los mecheros.
Su público, entregado, todavía está esperando.