Hoy despedimos el año sin saber a dónde vamos.
Y hay en ello, inevitablemente, algo que me gusta.
Siempre me gustó no saber. Y, especialmente, me gustó no saber hacia dónde iba.
Hablo, en este caso, literalmente.
Uno de los maravillosos descubrimientos que me aportó Granada, cuando me acogió en mi época universitaria, fue el de echarme a la calle y pasear si saber hacia dónde se dirigían mis pasos.
Pasear por el placer de pasear.
Hasta entonces, en mi pueblo, siempre que te encontrabas con alguien, aparte del consabido "qué tal" siempre me preguntaban un "y dónde vas" que me dejaba perplejo.
Había, parecía en ese mundo de adultos que se me iba descubriendo poco a poco, que ir hacia algún sitio.
Y no solamente había que ir hacia algún sitio sino que encima había que saberlo.
Qué pereza.
Algo de esas sensaciones volvieron a mí no hace mucho, cuando estuve en Madrid.
Hace ya más de diez años que no vivo en esa caótica y fantástica ciudad, y muchas son las cosas que han cambiado.
Y una de ellas es el metro.
Por eso hice esta foto.
Ahora, para viajar en metro, hay que saber a dónde vas.
Tienes que decir la estación de destino.
Como antes. Como en la vida.
Qué pereza.
Entiendo que es una norma con fines recaudatorios, pero no puedo evitar pensar que hay algo más, algo profundamente pernicioso y a la vez aburrido, algo de control y rigidez, de monotonía y abatimiento que no me gusta.
Es como si te dijeran "no varíes tu rumbo", "no se te ocurra cambiar, no improvises", "no te des media vuelta y lo dejes todo", "no te vuelva loco e irracional, sé constante y previsible".
Y yo no quiero.
Quiero ver una chica guapa en el metro y cambiar mi vida.
Si no de qué.
Hoy despedimos el año sin saber a dónde vamos.
Y a mí me gusta.
A mí me gusta no saber.
Esa es la incertidumbre que, al menos para mí, hace que la vida merezca la pena.