lunes, 24 de septiembre de 2012

Una fotografía no vista



Fotografiar es muchas cosas. Es pausa y vértigo, medición y azar, planificación, intuición, concepto o vorágine.
Y entre esas nadamos.

Pero también existe la magia.
Cuando, como me gusta a mí, buceas entre la gente (en una calle, en un mercado) buscando ese gesto, ese instante, buscando ese momento exacto, en muchas ocasiones ocurre que justo cuando aprietas el botón de disparo ya sabes que has hecho una buena foto.
Y la adrenalina se dispara.

Sigues mirando, incluso pruebas otro encuadre, otra mirada, puedes incluso seguir fotografiando a otras gentes, pero sabes que en tu película o en tu tarjeta ya va lo que hace que esta afición merezca la pena.
Y apenas puedes reprimir las ganas de marcharte al hotel, a tu casa, y volcar las fotos y mirar una y otra vez esa imagen que ahora te pertenece.
Esa foto, esa foto, quieres ver esa foto que sin saber muy bien por qué y solo imaginándola ya te quita el sueño.
Y es que por regla general una buena foto se intuye antes incluso de haberla disparado.

Quizá por eso me guste tanto esta fotografía que ahora muestro: porque no la vi.
No supe verla.
No la vi al disparar y apenas si la vi al revisarlas, como hago por costumbre, al volver por la noche al hotel, antes de acostarme.

Había estado visitando la ciudad antigua y amurallada de Khiva. Me quedaba un día y medio en la ciudad y dispuse mi tiempo para hacer el programa y las visitas típicas del turista medio.
Como la ciudad se recorre rápido, quedaba tiempo para buscar, fuera de las murallas, un mercado más cercano, más sucio, más del pueblo, más auténtico.
Y allí estuve capturando, a diestro y siniestro, rostros de gente que se ofrecían con esa amabilidad tan uzbeka.
Disfruté, claro, pero no tuve esa sensación de haber conseguido "la" imagen. 
Quizá algún primer plano -pensé- y poco más.

Pero dos meses después la vi.
Ya había regresado, ya estaba en el calor del hogar, en la tranquilidad de lo conocido cuando, revisando paciente y escudriñando curioso entre la miles de imágenes con las que vuelvo tras cada viaje de pronto apareció.
E incrédulo vi, como quien ve por primera vez, como quien vuelve a enfrentarse al mismo escenario, a la misma ciudad, la misma calle, la misma escena.
Incrédulo vi cómo en aquella imagen, al menos para mí, todo cuadraba: la composición, los gestos, el tiempo detenido.
Le quité el color que me despistaba un poco y retoqué el blanco y negro buscando como casi siempre un mayor contraste.
Mientras terminaba estos retoques frente a la pantalla de ordenador no dejaba de extrañarme frente a esa imagen que sabía mía pero que también, de algún modo, no me pertenecía, que nunca estuvo en mi memoria.

En ocasiones la alegría viene más de la mano de la sorpresa y no tanto de la certeza.
Y mucho más que se disfruta.