lunes, 1 de noviembre de 2010

El peor robo de la historia



Madrid, 1994. Cerca de la calle Jaime el Conquistador...
Real como la vida misma.
Absurdo y cómico como la vida misma.

Para ponernos en antecedentes, yo acababa de empezar a trabajar como profesor de dibujo en Animart, una academia de animación.
Y era moderadamente feliz.
Como daba clase por las tardes, y mi vida ha estado siempre plagada de rituales, había adquirido la costumbre, después de las clases, de visitar el piso de mis amigos nerjeños para cenar con ellos, charlar y jugar a algo en buena compañía.
Tenía también la costumbre de comprar algunos pasteles para el postre, y así animar la velada.

Pero aquel día nada salió como había planeado...
Terminé más tarde de lo previsto en la academia, y con mucha hambre.
Decidí coger el metro hasta Legazpi y comprar algo en el supermercado de al lado de la casa de mis amigos.
Y en el metro me di cuenta: Sólo tenía ciento ochenta de las antiguas pesetas.
Ciento ochenta pesetas.
-"Suficiente para unos donetes"- fue lo primero que pensé.

Salí del metro y observé que era tarde (quince minutos para cerrar los supermercados), pero suficiente para mí.
No había tiempo que perder. Entré en uno, me dirigí donde la bollería y entonces lo vi: Un paquete de donetes, ciento ochenta pesetas.
Justo.
-"Es mi día de suerte"- pensé.
Qué equivocado estaba.

Y allí estaba yo.
Con mi paquete de donetes en una mano, con mis ciento ochenta pesetas en la otra, el segundo en la cola, dispuesto a pagar.
Y con un hambre incontenible.
Y cuando el matrimonio que tenía delante termina recoger sus bolsas y va a ser mi turno, sucede la hecatombe.
Un joven en chandal y con una lata de cerveza en la mano me dice que si puede pasar, que sólo lleva una lata.
Y antes siquiera de que yo pueda enseñarle mi paquete de donetes para hacerle ver que no es el único que lleva pocas cosas, ya se ha colado, e intenta sacar algo de su bolsillo mientras le pregunta a la cajera que cuánto es.
-"Treinta y cinco pesetas"- le dice ésta, justo en el momento en que lo que saca de su bolsillo es una pistola con la que apunta directamente a la sien de la pobre y asustada muchacha.
-"Pues ahora vas a a ser tú la que me des todo lo que tienes en la caja"- grita.

Tengo que reconocer que fueron pocos segundos, pero vi la escena -en primera fila- como quien ve una película. Como quien piensa que no es real, que no le puede estar sucediendo.
Estaba absorto y petrificado.
Con mi paquete de donetes en una mano y mis ciento ochenta pesetas en la otra.
Y no fue hasta el grito de -"¡Esto es un atraco, iros todos al fondo del supermercado!"- que no reaccioné.

Y fue en aquel momento, retirándome de las cajas, cuando ocurre la escena más absurda de toda la tarde.
Me topo con una señora muy mayor que, en dirección contraria, llevaba su carrito como para ir a pagar.
-"No, señora"- le dije -"Váyase al fondo"-
-"¿Cómo?"- me preguntó ella, y ahí me di cuenta que era sorda.
-"¡Que se vaya para el fondo, por favor!"- intenté gritarle para que me entendiese.
-"¿Pero, por qué?"- insistió ella, que algo había entendido de mis gritos.
-"¡¡Porque esto es un atraco!!"- tuve que decirle, un poco violento con aquella situación, con un atracador en las cajas, con toda la clientela al fondo del supermercado, y a mitad de camino la señora y yo, manteniendo la conversación más inútil y absurda de la historia.

Y entonces la señora me miró.
Me miró como si yo fuese el atracador.
-"¡¡Esto es un atraco!!"- me había atrevido a gritarle.
Con mis pelos largos, con mi barba, con mi paquete de donetes a modo de arma blanca en una mano, y con mis ciento ochenta pesetas, botín de algún robo anterior qué duda cabe, en la otra.

Y la señora intentó pegarme.
-"¿Cómo que un atraco?"- me dijo muy enfadada - "¿Cómo te atreves?"
Menos mal que no llevaba paraguas.
Menos mal que en ese momento un señor de unos cincuenta años, bien vestido, la cogió del hombro y le hizo ver que el del atraco no era yo, sino aquel tipo de la pistola que apuntaba a la cajera.
Vivan los hombre de cincuenta años.

Y ya todos atrás esperamos que el ladrón se llevase el dinero de la caja. Vimos -esto también es igual de real- cómo el tipo de la carnicería salía a la calle, cuchillo en mano, a perseguir al atracador. Vivimos como no podía ser menos un ataque de llanto y ansiedad de la pobre cajera que había tenido aquella pistola en su sien, y escuchamos del encargado las más que razonables palabras de
-"Señoras y señores, sintiéndolo mucho les rogaría que dejen sus compras y salgan sin nada, pues no estamos en disposición de atenderles".

Pero yo seguía teniendo mucha hambre.
Y tenía un paquete de donetes en una mano, y ciento ochenta pesetas, su precio exacto, en la otra.
Pensé en pedirle por favor que me cobrara los donetes, pensé en abrir el paquete y comerme al menos uno, pensé en robarlos total ya que estábamos, pero luego me di cuenta que nada de eso tenía sentido.

Salí a la calle sin donetes y con un hambre tremebunda.

Menos mal que cerca estaba el piso de mis amigos, esos que con tal de que les cuente una buena historia me invitan a cenar, y me perdonan, qué buena gente, que no les lleve ni el postre...