lunes, 29 de noviembre de 2010

La mirada, el cuchillo y la muerte

Buscaba alguna fotografía con historia de mi viaje a China y me encontré con tres.
Y "La mirada, el cuchillo y la muerte" no es mal título para tres historias que son una y que, para más inri, giran entorno a los sentimientos que surgen cuando haces fotografías en la calle, a gente desconocida...

LA MIRADA

El barrio musulmán de Xian es un lugar para perderse.
Con el encanto de lo antiguo, resulta asombroso y sorprendente comprobar cómo una religión -mucho más que una cultura, un lugar o una etnia- es capaz de marcar e impregnar todo un barrio.
Si -como es mi caso- estás acostumbrado a moverte por Marruecos, entrar en la parte antigua musulmana de Xian es encontrarte con lo ya conocido.
Los olores, las vestimentas, la propia arquitectura, el caos.
Es curioso cómo casi terminas por pensar, estando como estás en un país tan distinto como China, que en realidad te encuentras en casa.

Aunque siempre hay diferencias.
Una de las primeras cosas que me llamó la atención fue ver mujeres de ojos rasgados con hiyab, el tradicional pañuelo marroquí. La unión de esas dos imágenes me resultaba de lo más curiosa y sugerente.
Y quise hacer una fotografía.

Había una mujer comprando, viendo telas, pasando el tiempo.
La seguí con la cámara. Con un poco de pudor, ese pudor inevitable del que nunca me desprendo, del que creo que es bueno no desprenderse, pero sin esconderme.

Cada uno tiene su manera de enfrentarse a la fotografía de calle, pero yo prefiero -si es posible- no robar ninguna imagen.
Prefiero tomar el tiempo necesario para cada captura, prefiero siempre que sea posible hacer mi presencia invisible, camuflarla de naturalidad, pero no esconderme ni ocultarme ni engañar.
Prefiero dar tiempo para que quien no quiera mi presencia, para que quien se niegue a que le hagan una foto tenga la seguridad que sus deseos serán respetados.
Es difícil, muy difícil sacar una buena fotografía cuando sientes que te consideran el enemigo.

Pero volvamos a Xian.
Volvamos a ese momento de cierto miedo, pudor y suspense, a ese momento mágico e indescriptible de mirar, a través del visor de una cámara, la vida de una calle.
Y allí en Xian, en ese momento, veo que la mujer se gira, me mira y sonríe.
Una mirada franca, abierta, despreocupada.
Una mirada que acepta la fotografía, que invita al disparo.
Una mirada que mira al que mira, que indaga al que observa.
Una mirada, simplemente una mirada.
Y no me lo pienso, y disparo.

Después la calma. Lentamente bajo la cámara y le miro a los ojos. La miro sin el escudo, directamente, y le sonrío como muestra de agradecimiento.
Ella, ante la ausencia de barreras, convierte su sonrisa en sonrojo, pero no baja la mirada.
Yo inclino hacia abajo ligeramente la cabeza, pero ni siquiera ella, así, sabrá nunca de mi agradecimiento... ¡Cómo podría yo decirle!

EL CUCHILLO

Beijing, en un barrio de hutongs.
Hablaba antes de los momentos previos al disparo fotográfico.
Ese estado de tensión inevitable, de concentración y abstracción del mundo donde resulta difícil por no decir imposible controlarlo todo.

Y todo ocurre igual pero no es lo mismo.
El hombre, en la calle, trata de arreglar algo.
Yo, que he estado fotografiando una pagoda, tengo la cámara colgada en los hombros y dispuesta a cualquier cosa.
Y vuelvo a mirar tras el visor.
Vuelvo a asomarme a una calle desde el pequeñito cristal abierto al mundo.
Y tras ese visor noto que algo no va bien.
El hombre -lo noto- se siente incómodo con mi presencia. Él no me ha mirado, yo todavía no le he enfocado directamente, pero esa desazón intangible está flotando en el aire que nos separa.
Pero enfrascado como estás -y siendo tan pocos los segundos de reacción- tiendes a comprobar esa tensión a través del visor.

Quizá sea temeridad, quizá sea instintivo.
Quién sabe.

Y tú sabes, porque no es la primera vez que lo has vivido, que aún tras el cristal estás atrapado, que aún tras el parapeto de la cámara (o mayormente por eso) estás vendido antes los ojos de lo ajeno.
Y entonces lo ves.
Es solo un segundo.
Él se vuelve y tiene un cuchillo entre sus manos.
Tú no apartas la vista del visor, él no aparta la vista de la cámara.
Y los segundos se hacen eternos hasta que suena el click.
Has disparado.
No sabes por qué, no sabes cómo, pero has disparado.

Y vuelve el ritual: Bajas la cámara, agachas la cabeza, pides perdón.
Solo que esta vez él no sonríe.
No se levanta, pero notas como sigue agarrando con fuerza el cuchillo entre su mano.
Y tú alzas la tuya, en un gesto mecánico pero sentido, y le pides perdón.
Poco más puedes hacer.
Poco más que observar cómo él vuelve a girar su cabeza y, enfadado pero con su dignidad incólume, vuelve solitario y silencioso a sus quehaceres interrumpidos.

Y la noche llega, y sabes que tendrás que recuperarte de ésta, que tardarás en volver a disparar una foto...

LA MUERTE


No es la muerte -licencia poética- y sí la siesta imposible.
Pero, ya que estaba hablando de los sentimientos surgidos en el acto de fotografiar, desnudo en plena calle, esta imagen me recuerda a -tantas- que he tenido la oportunidad de hacer sin el problema de cómo lo recibirá el fotografiado.
Me refiero a aquellas donde sé positivamente que el sujeto a capturar no me está viendo.
y a cómo el pudor, incluso ahí, se hace presente.

Beijing, el Palacio de Verano.
Calor y humedad y son las tres de la tarde.
No encontraba yo mejor hora para una siesta y, por lo que se ve, mi amigo tampoco.

Me lo encontré haciendo equilibrio sobre una pequeña balaustrada, completamente dormido.
De hecho me acerqué, escuché su respiración, noté su cuerpo abandonado.
Solo sus manos, agarradas fuertemente, le daban la estabilidad necesaria.
Y aún así me sentí mal en el momento del disparo.
Él no me veía, pero yo le estaba robando.

Pensé qué hubiese pasado si estuviese muerto.
El respeto y la incertidumbre se apoderaron de mí.
Y es que indefectiblemente el acto de fotografiar va unido a una pulsión de la que es imposible separarse.
¿Hubiera sido lo mismo?
La muerte en forma de siesta se había asomado a un mini balcón de mi viaje a China, y yo no sabía que responder.
Bajé la cámara y le miré, deseando que se despertara, pero acto seguido la volví a subir y disparé, no fuera que se levantase.
Así funciona.

Y es que disparar entre la gente no dejará de ser nunca un acto íntimo y desconcertante.
Estarás rodeado de tensión, alegría, incertidumbre, curiosidad y sentimiento.
Y tendrás que manejarlo todo en décimas de segundo.
Habrá miradas, cuchillos y muerte, pero tendrás que estar preparado para enfocar, disparar y confiar en la magia del momento.

Todo lo demás que os cuenten es mentira, o casi...