lunes, 29 de septiembre de 2014

La mirada de Sibiu










El acto fotográfico y el viaje, de una manera u otra, están unidos en lo más profundo por la mirada. Sin la mirada y sus juegos no habría uno ni podría existir el otro.

La mirada aglutina pasos y pausas, arrebatos y huidas, desazones y encuentros.

La mirada puede ser de muchos tipos: abierta, suspicaz, temerosa, inocente, inquisidora, maleable, rigurosa, dispersa, procaz o etérea.
Puede ser hacia fuera o hacia dentro, incluso las dos al mismo tiempo. La mirada osa y enfrenta, exige e indaga, pregunta y comprende.

La mirada todo, la mirada siempre, la mirada inmensa, la mirada y más mirada, la mirada mimada, mojada, lanzada.
La mirada misterio, la mirada plena a la que siempre falta algo, algo más que mirar y que engullir y que absorber. La mirada pletórica.

Pero la mirada no es sólo mirar.
La mirada también es ser mirado.
Cuando fotografías -lo mismo que cuando viajas- te expones. Te muestras, te exhibes, te desnudas un poco a cada paso.
Todo aquello que miras también te observa. Todo lo que te rodea se extraña, entorna los ojos y se pregunta quién eres, qué haces, hacia dónde se dirige tu emoción encorsetada.

La mirada es recíproca, siempre. La mirada es recíproca hasta con los ojos cerrados. Es el sentir de quien se ofrece sin terminar de saber, en realidad, quién siente o quién da.
Hoy no puedo explicarlo mejor.

En cualquier caso, divago porque paradigma de la mirada es la ciudad de Sibiu, en la Transilvania rumana.
Los ojos de las casas, observándote a cada paso, remarcan tu vulnerabilidad, y ese viaje de ida y vuelta que la mirada es.
Mirar y ser mirado, no hay otra cosa que puedas pensar al pasear por sus empedradas calles.
Ser mirado sin saber qué pensamientos despiertas en esos tejados llorosos de una tormenta de verano, que impávidos te siguen impertérritos, o viceversa.
Ser mirado y no atreverse mucho a mirar directamente a esos ojos de buhardilla que nunca parpadean.
Ser mirado y dejarse mirar porque no queda otra.

Pasear por Sibiu, así, se convierte en toda una experiencia para entender que no hay mirada sin diálogo.
Y es entonces, callado, viajero y fotógrafo, cuando aciertas a buscar el valor necesario para sacar la cámara y hacer nueve clic, que diez igual son demasiados y este que escribe ahora, sabiéndose observado, prefiere -por si acaso- no molestar a esos ojos de cristal y teja que llevan toda una vida observando y callando.