domingo, 11 de marzo de 2012

Eduardo Galeano (7 y 7)



La señorita Lidia Esther Galeano, preñada a la mala, se niega a dar el nombre del autor de su deshonra. No tiene sol el cielo, inmenso techo de estaño, ni tiene la tierra fogatas que la caliente.
Eduardo Hughes Roose, que acabaría siendo el padre de Eduardo Galeano, nunca quiso cobrar nada por enseñar a los pobres a leer y a defenderse de las langostas y de los terratenientes tragones.

En este entorno chiquitito, el hijo de Hughes y Galeano ha pasado sus primeros cinco años de vida armando y desarmando enormes bichos de hierro y bambú que a la noche se dormían provistos de alas de gaviotas, de aletas de pez, y que amanecían convertidos en libélulas o patos salvajes.
De esta manera cae en sus manos un libro de Historia y decide hacerse fabulador de las mismas.

En su juventud tiene la calle por casa, ronco de tanto gritar, y hace el amor de tan hondísima manera que después se queda dormido.
Hace como que va pero viene. Hace como que viene, pero va. Y así aprende, prendidas en sus venas, que no hay magia más prodigiosa y deleitosa que el viaje que conduce, realidad adentro, cuerpo adentro, a las profundidades de América, donde el surrealismo es natural como la lluvia o la locura.

Igual que le ocurría a Onetti a veces se levanta y escribe alaridos que parecen susurros. Acaba siendo un inventor de vida, ya sea propia o ajena, aprendiendo a ver en los charquitos de la calle.
Cada vez que escribe canta, y cada vez que canta , canta como nunca. Tiene palabras de colores, notas oscuras y letras opacas.
Se duerme en el aeropuerto de Medellín, bloquea peces voladores en los arrabales de Bogotá o toma café con bizcocho en un restaurante de París.
Quiso volar a Nueva York pero señaló las casillas equivocadas.

Un día de enero decide que ya basta de tristear la pena negra y al querer conocer alguna mujer de cuello de estrellas y ojos de Murano acaba casándose con tres, que le producen melancolía, una fuerza infinita y la visión de unas lianas entrelazadas como cuerpos ávidos.
Crea obras calientes de pasión al ritmo de los artículos que lee de la gente de la calle, y observa las paredes de Montevideo, que siempre le hablan con retórica contundencia.

Caminó el solitario Galeano, observador gozoso, al borde del abismo de la condición humana, humanismo mismo, entre dos mundos que le dividían el alma.
Muchas avalanchas de angustia le cayeron encima, peores que cualquier alud de lodo y piedras, pero nunca, para nuestro goce, fue derribado.

Y sus letras siguen fluyendo, cual venas en la piel prendida de versos.


(la mayoría de los textos usados para elaborar esta biografía apócrifa fueron escritos, en su mayoría, por el propio Galeano)