miércoles, 7 de marzo de 2012

Bomberos en Samarkanda



Que todo está ahí y que solo hace falta verlo es una realidad que muchos intuimos, pero la sensación es que cuando algo te rodea, ese algo empieza a "aparecer" en cada esquina, a cada momento.

Me pasó muchas veces.
Melilla casi que no existía hasta que me fui a vivir allí.
Mis amigos me lo decían: "¡Ha sido irte tú y esa ciudad no deja de aparecer en los telediarios!"
Uno también puede pensar que antes aparecía igualmente y era solo que no prestábamos atención, pero como no es tan bonito, mejor pensar lo primero.

Pues sí esto funciona más o menos así, a mí me pasa con los coches de bomberos.
Allá donde vaya los veo.
Allá donde viaje, están. Vietnam, Brasil o incluso Malí.
Y de la misma forma nunca vi una ambulancia. Puede que estuviesen allí, puede que agitasen sus sirenas frenéticas haciendo que me apartase, pero yo no lo recuerdo.
Sí que guardo en mi retina, en cambio, aquella reliquia de óxido rojo fuera de la muralla de Hue, un moderno coche cargado de bomberos chinos adelantando al autobús que me traía de ver el yacimiento de los guerreros de Xian, un coche amarillo en Cádiz, aquel bombero austríaco que cuando se percató de que estaba haciendo fotos a su coche hasta me prestó su casco y me hizo una foto con él, subido al impresionante bólido (negativo que por cierto no he encontrado).
Quizá un día haga una entrada con todas esas imágenes, pero hoy sólo quería hablar de cómo aquello que te rodea y te obsesiona también te busca y aparece en los lugares más insospechados.

Como el coche de bomberos que ilustra la entrada.
Uzbekistán, mi viaje a Samarkanda. En un lateral de la famosa plaza del Registán, estaba él.
Ajeno a la algarabía de turistas, fiel a su estilo, sobrio, discreto y elegante. Con su banda blanca, con su número tres, con su rotunda ergonomía.

Lo vi y enseguida lo entendí: era el sigiloso guardián de las madrasas, el guardaespaldas del viento, el aliado de la noche.
Puede que muchos penséis que estaba allí ayudando en las labores de saneamiento de las alcantarillas, pero yo le miré a los ojos y en esa pulcritud impasible aprecié sin lugar a dudas el noble valor de quien estaría dispuesto a todo para proteger tan hermoso monumento.

Que todos estuvieran echando fotos a la plaza y verme ahí desplazado no me importó.
Yo sabía que aquel coche había aparecido para mí, que antes -apenas unas horas- ese coche de bomberos no existía, y que solo allí, en esa esquina del Registán, la vida, el viaje y los sudores del riguroso verano habían merecido la pena.
El coche de bomberos, entonces, me guiñó, y yo le hice click.